Hace unos días, un joven de 23 años internado en un centro de rehabilitación informal para adictos en el Rímac decapitó a un anciano que trabajaba como vigilante. Este incidente se suma a una serie de sucesos alarmantes que han sido noticia en los últimos tiempos, como incendios, violaciones, suicidios y agresiones en los más de 500 centros terapéuticos que operan al margen de la ley en el país. Uno de los casos más tristemente recordados fue el incendio en el 2012 en el centro de rehabilitación Cristo es Amor, en San Juan de Lurigancho, que cobró la vida de 29 personas entre pacientes y trabajadores. Pero estas ciertamente no son las únicas tragedias en este tipo de instituciones informales que suelen operar en condiciones inseguras e insalubres. Entrar a muchos de estos “centros”, después de todo, es como sumergirse en una novela de Charles Dickens, donde la precariedad, la inmundicia y el hacinamiento le hacen a uno sentir el frío de una hoja de acero en las entrañas.
La principal razón por la cual muchas personas, a pesar de sus paupérrimas condiciones, acuden a estos establecimientos es que la oferta pública de servicios de rehabilitación es muy limitada. Según la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida), actualmente, el Estado solo cuenta con 600 camas para más de 60 mil adictos que existen en todo el país, una cifra que no cubre las necesidades de la población con este tipo de problemas. Debido a esta carencia de centros formales muchas familias de escasos recursos buscan ayuda desesperadamente para sus seres queridos y terminan internándolos, por ejemplo, en comunidades terapéuticas informales que se hacen llamar “casas de oración” como careta para evadir la ley.
La estadística de informalidad existente, en efecto, es impresionante. De los aproximadamente 500 centros informales, solo 4 de ellos cumplen con los requisitos según la ley. Y esta situación caótica tiene su origen, en parte, en que el Estado ha creado una regulación tan absurda que lleva a que muchos de estos establecimientos operen al margen de la ley sin que nadie pueda supervisarlos.
Para empezar, establecer un centro de rehabilitación formal es un proceso sumamente engorroso y costoso. Y, así, se deja el mercado a merced de los improvisados que se aprovechan de la demanda. El Minsa, por ejemplo, aprobó en el 2012 un reglamento en el que se determina que para registrar un centro de rehabilitación se necesitan más de 30 documentos. Además, se establecen excesivos requisitos como, por citar algunos ejemplos, la distancia mínima entre cada cama, el menaje y hasta la estructura organizativa. Por lo demás, se suman los interminables trámites para obtener la licencia de funcionamiento en las municipalidades y el certificado de Defensa Civil.
Además, de acuerdo con este reglamento es necesario contar con médicos debidamente capacitados y acreditados en temas psiquiátricos. En primer lugar, esta exigencia es innecesaria, pues es claro que para atender los problemas de drogadicción o alcoholismo no es indispensable contar con psiquiatras. Es más, en el mundo hay un sinnúmero de experiencias de centros con resultados muy exitosos que están a cargo de psicólogos u otros profesionales. Según la ex presidenta de Devida, Carmen Masías, “este no es un problema estrictamente médico o psiquiátrico; es más bien interdisciplinario”. Por lo que el problema no estaría en las personas, sino en los incentivos. En segundo lugar, esta exigencia de contar con psiquiatras es imposible de cumplir en todos los casos. La razón es que en el Perú solo hay 500 psiquiatras colegiados para casi 30 millones de ciudadanos, lo que no hace viable que ellos atiendan toda la demanda existente.
En buena cuenta, las regulaciones estatales no ayudan a que este tipo de instituciones operen dentro de la ley y que, por lo tanto, estén debidamente registradas, localizadas. Eso, a su vez, impide que se fiscalice que cumplan ciertos requisitos mínimos de seguridad. Y, de esta forma, la regulación abre,peligrosamente, la puerta a las tragedias.