Una de las tantas historias apócrifas que se cuentan sobre Jorge Luis Borges dice que el escritor, habiendo perdido ya parcialmente la vista, fue ayudado por un joven a cruzar la transitada avenida 9 de Julio en Buenos Aires. A mitad de camino, el joven, conocedor de las preferencias políticas de Borges, le dice: “Disculpe maestro, pero le tengo que decir... soy peronista”, a lo que el cuentista le habría replicado: “No se preocupe, ¡yo también soy ciego!”.
Al margen de la autenticidad del relato, el punto de fondo tiene varios visos de veracidad. El peronismo ha sido un movimiento que desde la década de 1940 ha marcado la vida política de Argentina con una mezcla muy propia de populismo y pragmatismo. Estas características le han permitido al grupo, por un lado, trascender las etiquetas de izquierda y derecha, y, por otro, adaptarse a distintos tiempos y realidades.
Las consecuencias del peronismo para la política argentina y para el desarrollo del país han sido lamentables. Es conocido que Argentina, hasta la Primera Guerra Mundial, tenía un ingreso per cápita similar al de Estados Unidos y se encontraba entre las diez naciones más ricas del mundo. A partir de la década de 1940, en parte gracias a las políticas proteccionistas y anticompetitivas propias de una etapa del peronismo, la nación Argentina empieza a mirarse en el espejo de la región sudamericana y ya no en el europeo o norteamericano.
Hace dos días, los argentinos votaron a favor del cambio. Mauricio Macri, de la coalición Cambiemos, fue elegido presidente al vencer al candidato oficialista Daniel Scioli. Es difícil subestimar la importancia de este hecho en el plano nacional e internacional.
A escala local, Macri será el primer presidente que no pertenece al peronismo ni a la Unión Cívica Radical en casi un siglo. Más afín a las libertades económicas, el mandatario electo tendrá la ardua tarea de desmontar los aparatos de intervención pública implementados por el kirchnerismo en sus 12 años al frente del país. Los controles del tipo de cambio y las restricciones al comercio internacional, vigentes desde el 2011, ahogan a una economía acostumbrada a los subsidios, a los grandes programas sociales de transferencias y a una inflación cercana al 25%.
La elección de Macri debería marcar también la oportunidad para devolver la institucionalidad que Argentina perdió en este decenio. Así, la recuperación de la independencia de los medios de comunicación, del Poder Judicial, del Instituto Nacional de Estadística y del Banco Central deberá ser una prioridad en el próximo gobierno.
En el ámbito internacional, el cambio tampoco es menor. Durante la época de los esposos Kirchner, Argentina aparecía cercana a las políticas de naciones como Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Largas permanencias en las riendas del país facilitan la erosión de las instituciones democráticas que deberían controlar el poder. Limpio el camino de estas incómodas barreras, el uso político del aparato estatal sirve para reforzar las redes clientelistas y excluir a los opositores del sistema.
Existe a escala regional una sensación de compadrazgo –o complicidad– con estas actitudes, y Argentina ha votado ahora por romper con este pacto. Macri ha anunciado, por lo pronto, que denunciará al Gobierno de Venezuela ante el Mercosur “por la persecución a los opositores” que se vive en ese país. Es posible que esta no sea la última señal real de distanciamiento entre el presidente electo de Argentina y el gobierno de Nicolás Maduro.
Como en el “Informe sobre ciegos”, capítulo de una novela del argentino Ernesto Sabato, un poderoso grupo controló la sociedad y la manejó a su antojo por varios años. Es una excelente noticia, para Argentina y para la región, que la mayor parte del país haya abierto los ojos ante lo que se cernía sobre ellos.