Durante su discurso este 28 de Julio el Presidente Humala retomó la propuesta ya antes varias veces hecha de eliminar la figura de la prescripción para el caso de los delitos de corrupción. Una idea que, ante la profusión de este tipo de delitos y nuestro historial de políticos “rehabilitados” aparentemente gracias a esta institución, siempre es muy popular. Ciertamente, el Presidente recibió por ella amplios aplausos en el Congreso y también fuera de él. Se trata, dijo el exprocurador anticorrupción Julio Arbizu, de “una deuda de larga data” del Congreso. Así se evitaría, explicó el actual procurador anticorrupción, Christian Salas, “que la impunidad tenga lugar en nuestra sociedad”.
Las cosas, sin embargo, no son las que parecen – o las que nos quieren hacer parecer. Lo que crea la impunidad no es la prescripción sino la negligencia o falta de probidad (según los casos) de las instituciones del Estado encargadas de que se haga justicia (los procuradores, la policía, los fiscales, el poder judicial) durante los largos plazos de la prescripción (plazos que la Constitución ya duplica para los delitos cometidos contra el patrimonio del Estado). ¿O es que acaso, por ejemplo, no deberían de bastar 16 años para encontrar suficientes elementos de juicio a fin de al menos comenzar a procesar a alguien por peculado?
Lo que más bien sí desaparecería de nuestra sociedad junto con la prescripción son las posibilidades de paz mental para todo aquel que tenga o acepte un puesto público (dado que tanto culpables como inocentes pueden ser denunciados y procesados). Esto, desde luego, implica que las personas de bien tendrían aún más razones en contra de las que ya existen a la hora de considerar participar en política o en los diferentes cargos de la administración pública.
Y es que enfocar la figura de la prescripción sólo desde el punto de vista de los corruptos es ver únicamente uno de los lados de la moneda. La prescripción no es una institución legal que esté en nuestra Constitución – y en el derecho Occidental casi desde su nacimiento- porque sí. La prescripción está ahí para proteger a quienes, siendo inocentes, son susceptibles de ser denunciados por tal o cual delito (lo que suele comprender a todo el que ocupe un puesto público) de tener sobre sus cabezas a una espada de Damócles que dure tanto como sus vidas. Así pues, la prescripción es el complemento lógico de la presunción de inocencia. La presunción de inocencia hace que, aun siendo procesado, uno tenga que ser tratado como inocente hasta que se pruebe lo contrario; mientras que la prescripción le toma la palabra a esta presunción y consigue que uno esté libre no sólo de sentencias sino también de procesos si es que, luego de un plazo (largo), no se ha podido probar su culpabilidad.
Dicho de otra forma, la prescripción es una colaboradora de la justicia. Después de todo, ya se sabe que la justicia que tarda mucho suele no ser justa: si uno es procesado durante un cuarto de siglo para ser luego finalmente declarado inocente, esta inocencia importa poco para el precio – económico y no económico- que uno ya pagó con este proceso. Por otra parte, la prescripción también colabora con la justicia indirectamente, al forzar al aparato estatal a no demorar cómodamente la investigación y el procesamiento de los delitos, haciendo, por tanto, más posible que este pueda encontrar la verdad. Como se sabe, con el paso del tiempo muchas pruebas – las memorias de los testigos, los soportes de los documentos- se deterioran o desaparecen, haciendo que la labor del investigador penal se vuelva tan especulativa como a menudo es la del arqueólogo.
El problema, como decíamos al comienzo, viene cuando el Estado (representado por todas las instancias nombradas) no es diligente – o probo-, sino más bien lo contrario, volviendo – ahí sí- a la prescripción en una ventana de escape para los corruptos. Pero este no es un problema que se resuelva tirándole el bulto a los inocentes y retirándoles la garantía de la prescripción. Una injusticia (que muchos culpables se libren de su sanción cuando existe la ventana ancha) no se arregla con otra (retirando a los inocentes su derecho a la prescripción). Y menos que nunca, cuando ambas injusticias (la inicial y la “solucionadora”) tienen detrás suyo al Estado.