Con su negativa a darle al Gabinete Cornejo su voto de confianza, el Congreso parece haber mandado un mensaje central al Gobierno. O, en realidad, dos. En nuestra opinión, en ambos llevan razón las bancadas de la oposición y en ambos, por cierto, están expresando el sentir de la mayoría de la población reflejado en las encuestas. Bien haría, pues, el presidente, en prestarles oídos (como bien haría también el Congreso, ahora que ya ha enviado su fuerte advertencia, en dar el voto de confianza a un Gabinete que, pese a algunos malos ministros, sí cuenta con excelentes profesionales y sí dio el viernes lo que, desde el punto de vista técnico, fue esencialmente un buen discurso).
El primer mensaje se puede resumir así: no estamos en un cuartel y el presidente no puede hablarle ni a la oposición ni a los medios, cada vez que es hincado por sus críticas, como si fuese algún encrespado teniente, salido de las páginas de “La ciudad y los perros”, dirigiéndose a sus cadetes. Los arranques exaltados y los adjetivos destemplados, como aquellos con los que calificó esta semana a quienes critican el rol público de su esposa, solo logran polarizar y las polarizaciones, a su vez, solo sirven a los populismos autocráticos, en los que el gobernante suele alimentar su popularidad dividiendo al país entre los malos y los buenos. En las democracias lo que corresponde es lo contrario: tender puentes, intentar convencer y, sobre todo, mostrar siempre respeto por quienes, pese a no pertenecer al partido de gobierno, sí representan a la parte de la ciudadanía que les dio su voto y, con él, una porción del poder público. No es por gusto que la Constitución da al Congreso la potestad de negar un voto de confianza a un Gabinete del Ejecutivo.
El segundo mensaje ha sido igualmente claro: la señora Heredia debe cambiar en sus actuaciones públicas. Un mensaje que nosotros también suscribimos por la siguiente elemental razón: estas actuaciones están dañando la imagen y la institucionalidad del gobierno. Y las están dañando porque, pese a provenir de un rol extraoficial para el que la señora Heredia no ha recibido mandato constitucional alguno, están interfiriendo con otros roles sí oficiales, dejando en el camino una imagen de precariedad en la organización y en los empoderamientos internos del Ejecutivo. El más reciente ejemplo de esto ha ocurrido cuando Nadine Heredia salió a desmentir una declaración del primer ministro, quien se supone es, junto con el presidente, el portavoz oficial del gobierno, ocasionando su salida del puesto y sumando a la sensación de que los primeros ministros de este régimen están ahí para jugar de figuras de papel-cartón.
Falazmente, se ha querido hacer parecer que la crítica a este tipo de intervenciones es un intento de amordazar a la señora Heredia, negándole su derecho ciudadano a opinar. Este no es el caso: no es discutible que la señora Heredia puede opinar libremente y aún hacer de asesora personal del presidente, quien, como cualquiera, tiene derecho a escuchar a quien mejor le parezca para tomar sus decisiones, mientras que siga recayendo sobre él la responsabilidad final de las mismas. De hecho, incluso parecería –al menos en atención a algunas decisiones que se le atribuyen– que la señora Heredia generalmente cumple este último rol con solvencia.
Pero una cosa es opinar y otra, enormemente diferente, es fungir públicamente de última palabra del gobierno. Esto es lo que no puede hacer la señora Heredia porque implica usurpar funciones que nuestra ley asigna a los antes mencionados cargos, proveyéndolos de un aire poco serio, e implica también dar la sensación de que uno se percibe por encima de la ley y las formas institucionales y que, en buena cuenta, siente que puede hacer lo que le venga en gana. Una sensación que, al menos en las democracias, resulta, por lo menos, irritante (y las ya antes aludidas encuestas –incluyendo la de El Comercio-Ipsos que publicamos hoy– atestiguan esto abrumadoramente).
Por lo demás, hay que señalar cómo el daño al que nos venimos refiriendo no se da solo por la vía directa de las intervenciones en las que la señora Heredia hace públicamente de cabeza (o cocabeza, en todo caso) del gobierno. No. El daño también ocurre por la vía indirecta de las explicaciones ridículas a las que el oficialismo y el presidente mismo son llevados en su intento por ilustrar los pocos claros alcances del rol de nuestra primera dama y que, de más está decirlo, les restan credibilidad y respeto. El último ejemplo de estas explicaciones ha sido la que sostenía que la señora Heredia hacía las cosas que hacía en su calidad de presidenta del Partido Nacionalista, como si esa calidad tuviese que ver con la potestad de desdecir a un primer ministro, y como si la señora Heredia no hiciese ya este tipo de cosas desde mucho antes de que, hace menos de tres meses, fuese nombrada en su actual cargo partidario.En la presentación de su Gabinete ante el Congreso este último viernes el primer ministro Cornejo dijo que la “institucionalidad” sería la “prioridad transversal” de su gestión. Ello sin duda está muy bien, pero habría que recordar que, igual que la caridad, la institucionalidad empieza por casa. Y en este caso, más concretamente, por la casa presidencial.