Editorial: Jara Kiri
Editorial: Jara Kiri
Redacción EC

Decir que el ministro del Interior, , está fuera de control en su confrontación con los opositores al Gobierno es ya una verdad de Perogrullo. Tras su aparición de ayer para pedir ‘disculpas’ trucadas a y al ex presidente por las ofensas que les dirigió últimamente, ha terminado de hacerse obvio que está embarcado en una cruzada que no tiene retorno ni reparos en hollar el terreno de la vida privada de los personajes públicos. Porque una cosa es atacar a cualquiera de ellos con señalamientos irónicos sobre los gobiernos a los que estuvieron vinculados; y otra, muy distinta, echar mano de circunstancias familiares o propias de la vida de pareja para vejarlos.

En esa categoría caen, por ejemplo, sus sugerencias a la líder de Fuerza Popular para que interne a su hermano por, supuestamente, padecer retraso mental o locura, así como sus preguntas retóricas al líder aprista sobre cómo se les decía a las ‘queridas’ durante su mandato. Dos manotazos torpes y groseros aun para alguien que, como él, está recién descubriendo los mecanismos del sarcasmo.

Pero si Urresti es incapaz de controlar sus pulsiones con relación a los adversarios del régimen, su superior inmediato –en este caso, la presidenta del Consejo de Ministros, – tendría que estar en condiciones de colocarle las bridas y domarlo; lo que, sin embargo, parece estar lejos de ocurrir. No cabe duda de que la jefa del Gabinete advierte el problema que el desenvolvimiento del titular del Interior le crea al equipo ministerial, pues se la ve incómoda cada vez que el periodismo aborda el tema. Pero sus gestos para reconvenirlo han sido, hasta el momento, tímidos e indirectos.

Fue tímida para llamarle la atención por haberle faltado el respeto a un periodista en setiembre pasado (“las formas nunca deben perderse”, fue todo lo que dijo) y tímida también, hace unas semanas, para aclarar que los jóvenes que participasen en las protestas contra la ‘ley pulpín’ no tenían que portar DNI, como Urresti había anunciado.

Ahora último, por otra parte, ha sido casi críptica en sus intentos de reprenderlo por sus excesos en el Twitter. “Yo solicitaría que tanto el Gobierno como la oposición nos aboquemos a la agenda nacional, en temas tan importantes como la reforma educativa, la reforma de salud, los programas sociales y los temas de seguridad nacional”, recitó por ejemplo hace una semana. Y el sábado pasado, por otro lado, escribió en su propia cuenta de Twitter un comentario que, con buena voluntad, podía ser interpretado como una reacción ante las alusiones del ministro del Interior a Alan García con los epítetos de “corrupto”, “tramposo” e “infiel”.

“¿Cuál es el primer principio político?”, se preguntó en tono de pedagoga la primera ministra. Para inmediatamente responderse: “La educación”. Y luego agregó –citando a Jules Henri Poincaré– que ese sinónimo de ‘urbanidad’ es también el segundo y el tercer principio político, como dejando entender que es lo único importante.

Ayer, por último, tras el número de las ‘excusas’ de Urresti, escribió también en Twitter: “Lamento cualquier exceso o maltrato, en especial hacia la mujer”.

¿Pero por qué la funcionaria que encabeza el Gabinete tendría que expresarse sobre un asunto tan grave solo en oráculos? ¿Por qué no puede coger al toro por las astas y sencillamente ordenarle a su ministro que deje de proferir improperios y cumpla más bien con las funciones de servidor público para las que es pagado con nuestros impuestos?

Pues bien, para contestar a esta interrogante, es necesario escalar más aun en la gradación de autoridad en el Gobierno, porque únicamente alguien que estuviese por encima de Jara y avalase las destemplanzas del titular del Interior podría obligarla a contenerse. En otras palabras, solo la intervención directa de un presidente fascinado con la popularidad que reportan tales exabruptos puede explicar la forma en que la primera ministra está siendo rebasada en sus atribuciones.

Pero eso, ciertamente, no la libra de responsabilidad. Y, además, si bien en lo inmediato no retar los designios de Palacio puede constituir una manera de asegurar su supervivencia en el puesto, ella debería considerar que semejante complacencia, a la larga, es un suicidio, pues tiene un inexorable costo en su imagen y su futuro político, que hasta el momento lucían tan prometedores.