El lunes, el Poder Judicial condenó al ex gobernador regional de Cajamarca Gregorio Santos por delitos de corrupción cometidos durante su administración (2011-2014). A Santos, todavía prófugo, se le impuso tres penas –por colusión agravada, colusión simple y asociación ilícita para delinquir– que, sumadas, lo mantendrán recluido durante 19 años y 4 meses. Vale precisar que la sala encontró también responsable a al menos otra veintena de imputados.
Según la lectura del adelanto de sentencia –el texto completo se hará conocido la próxima semana–, durante la gestión de Santos se favoreció irregularmente a los empresarios Wilson Vallejos y Luis Pasapera con licitaciones de obras. En contraprestación, estos últimos habrían desembolsado casi S/1,5 millones para hacerse con las concesiones. Vallejos, como se sabe, se hizo conocido hace ya varios años, luego de que se divulgara que había sido el afortunado ganador de millonarias licitaciones en Cajamarca y luego de que se difundiera una serie de audios en los que se lo oía jactarse de que él “prácticamente manejaba” Prorregión y que lavaba el dinero de Santos. Hablamos del mismo Vallejos, además, al que Santos negó conocer, a pesar de que la prensa publicó fotografías en las que aparecía con la hija del ex gobernador regional y otros funcionarios de Prorregión en una playa en Máncora.
Santos, es cierto, no es el primer gobernador regional sentenciado por corrupción. De hecho, pertenece a una larga fila de exfuncionarios regionales y locales que fueron descubiertos una vez que abandonaron el circuito del poder, y que se ha ido tornando más adiposa en los últimos años. Sin embargo, vale la pena destacar algunas peculiaridades en su caso.
Para comenzar, es positivo que su carcelería haya sido decidida en un juicio; en este caso, que se prolongó por tres años. Esto, que no tendría por qué entrañar per se mérito alguno (pues es como se espera que se resuelvan los procesos en cualquier democracia), sí es plausible en un contexto en el que las medidas excepcionales parecen haberse vuelto la única manera de aprehender a los sospechosos. Más aún tratándose de alguien que, precisamente, pasó recluido 25 meses, entre el 2014 y el 2016, en prisión preventiva.
Lo que nos lleva a una segunda idea. El mismo lunes, a través de sus redes sociales, Santos afirmó, tras agradecer a sus “camaradas y amigos que [en] estos momentos hacen una cadena de solidaridad […] por una sola y noble causa”, que “si al fragor de esta lucha, se presentaran algunos reveses […] estos no significan que el proyecto que nos trazamos por la patria ha fracasado, sino que hay que repensar y replantear las tácticas para continuar el camino” (sic). Un manifiesto que, aunque con menos decibeles, trae a la memoria aquellos clamores que vertió en el 2016 de que su proceso respondía a una “persecución” y “venganza política”.
La verdad, sin embargo, es menos épica de lo que el señor Santos quiere hacernos creer. Él ha sido encontrado culpable por corrupción, no por sus ideas ni tampoco por el proyecto político que ha emprendido. En ese sentido, su situación, más que representar un ‘revés’ en su “lucha”, es en realidad bastante más ordinaria: la caída de una autoridad en cuya gestión se favoreció ilícitamente a personas cercanas con millonarios contratos en una región que, por lo demás, registra los niveles de pobreza más altos del país. Una causa no tan noble como la que declara encarnar.
Por supuesto que la mancha que se extenderá sobre la figura de Santos terminará por empañar también a la de sus aliados y aliadas políticos, que hasta hace poco intentaron forjar una coalición con él (a pesar de que su proceso estaba ya en marcha y a sabiendas de todo el racimo de evidencias que ya existía) y que, curiosamente, han guardado un silencio vergonzoso sobre la sentencia. La memoria de la ciudadanía, afortunadamente, no es tan feble como parece haber sido la rectitud del señor Santos.