Uno de los aliados más efectivos con el que cuentan las dictaduras es la resignación. Que, con el pasar del tiempo, el resto del mundo las asuma como una anomalía contra la que no se puede hacer otra cosa que esperar. Esperar a que estas, por alguna suerte de epifanía, empiecen a democratizarse y a deponer sus banderas autoritarias o a que sea la oposición –perseguida, apresada o exiliada– la que consiga derrotarlos en comicios que siempre están amañados.
Es esa indiferencia la que les permite seguir consolidando su poder a nivel interno y, en el plano exterior, forzar al resto de países a darles una condición que claramente no merecen. Es la banalización del mal.
Casi cuatro años después de las protestas que lo pusieron contra las cuerdas y que lo desnudaron ante el mundo como el sátrapa que es, Daniel Ortega inició este lunes su quinto mandato (el cuarto consecutivo) sobre los restos de la democracia nicaragüense. Lo hizo, además, luego de haber obliterado a la oposición, a cuyos líderes encarceló luego de una cacería en la que cayeron incluso compañeros de armas de Ortega que lo acompañaron en la lucha contra la dictadura de Anastasio Somoza.
Como se sabe, Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, se declararon vencedores en un simulacro de elecciones realizado en noviembre pasado, luego de que las autoridades del país centroamericano –copadas por el sandinismo– arrestaran a siete candidatos y dejaran fuera a tres partidos opositores. Según el observatorio ciudadano Urnas Abiertas, la abstención en la jornada electoral superó el 80%.
Dichos comicios no fueron reconocidos por la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y varias decenas de países más, entre ellos, acertadamente, el nuestro, y –en un movimiento coherente– se negaron a enviar a sus representantes a la ceremonia de juramentación de Ortega realizada a inicios de semana. Sorpresivamente (o quizá no tanto), hubo una congresista peruana que participó en el evento. La legisladora Margot Palacios, de Perú Libre, no solo asistió al acto público, sino que además subió a sus redes sociales una foto con el dictador acompañada de un texto en el que se mostraba “complacida por los grandes cambios emprendidos por el gobierno revolucionario en favor de la mujer y pueblos originarios”.
Tal vez a la parlamentaria Palacios no le incomode salir en una imagen con el líder de un régimen que mantiene a unos 170 presos políticos –según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– aislados, muchos de ellos, en condiciones deplorables y sometidos a tratos vejatorios y torturas. O que tenga las manos manchadas con la sangre de los más de 300 manifestantes que fallecieron producto de la represión estatal desde el 2018. Por no hablar de los miles de heridos ni de los cientos de miles que optaron por huir del país y a los que el dictador ha calificado con descaro como “apátridas”.
Todo esto, por supuesto, no es nuevo; se conoce desde hace un tiempo. Sin embargo, hay que decir también que, en los últimos años, en los que Ortega y Murillo han mostrado el rostro más feroz de la dictadura que pilotean juntos, su poder no ha menguado; por el contrario, han seguido avanzando en su intento por destruir cualquier resquicio de oposición, persiguiendo a quienes les hicieron frente, mientras siguen inaugurando nuevos ‘períodos de Gobierno’. Se trata, en suma, de una dictadura que venció.
No es la única, por cierto, en esta parte del mundo. La dictadura que lidera Nicolás Maduro en Venezuela, que no tiene nada que envidiarle en violaciones a los derechos humanos, destrucción de la separación de poderes y persecución política a la sandinista, también parece, de un tiempo a esta parte, haberse ganado la indiferencia de sus vecinos. Y ni qué decir de esa otra que lleva seis décadas asolando Cuba.
Ningún demócrata debería normalizar a estos regímenes, ni tomar actos como el realizado este lunes en Managua –en los que buscan investirse con un falso barniz de legitimidad– como algo natural. Precisamente esto es lo que quieren los dictadores para poder vencer por completo.
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