(Foto: AFP)
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/ OLIVIER DOULIERY
Editorial El Comercio

Atlanta, Los Ángeles, Nueva York, Chicago, Washington D.C., Cleveland… según un reporte de la BBC, en más de 100 ciudades de casi todos los estados de Estados Unidos (incluidos los más alejados del territorio continental, como Alaska y Hawái) se han reportado protestas de ciudadanos que han salido a las calles a reclamar justicia por el asesinato del ciudadano negro George Floyd. Floyd murió el pasado 25 de mayo en la ciudad de Minneapolis, luego de permanecer casi nueve minutos en el suelo, suplicando al agente policial Derek Chauvin –que le apretaba el cuello con la rodilla– que le dejara respirar, hasta quedar inconsciente.

La muerte de Floyd trae aciagas reminiscencias al nombre de Eric Garner. En el 2014, Garner, un hombre negro de Nueva York, fue asesinado por un policía que lo estranguló durante varios segundos mientras lo arrestaba. Antes de morir, pronunció las mismas palabras que Floyd: “No puedo respirar”. Las mismas, además, que millones de compatriotas suyos corean hoy por todo el territorio.

Podríamos citar otros nombres, como los de Breonna Taylor, Ahmaud Arbery, Trayvon Martin o Atatiana Jefferson, hasta llenar esta página, pero todos nos llevarían al mismo punto: estas personas, como muchísimas más, murieron por ser negras. Por un racismo vil y decimonónico que, a pesar de lo avanzado en las últimas décadas, todavía segrega sus miasmas desde una parte de la sociedad estadounidense.

Para nadie es una sorpresa que en el país norteamericano sobrevive en ciertos espacios la creencia de que la supuesta ‘raza blanca’ es una nomenclatura superior a las demás. Lo novedoso ahora es que su existencia parece no inmutar al Gobierno. Donald Trump, en efecto, no solo es un presidente apertrechado con un discurso plagado de mentiras y violencia (solo ayer, ante las protestas, amenazó con enviar el ejército a las calles). También es un presidente que a lo largo de su mandato ha aparecido, o como alguien escéptico a los pedidos que hoy desbordan las calles del país que dirige, o como alguien que –peor aún– se ha sumado en varios casos al griterío racista.

Sobre lo primero, basta con recordar sus ominosas declaraciones pronunciadas luego de que en el 2017 un ultra arrollase con su vehículo a un grupo de ciudadanos que precisamente se manifestaban contra los extremistas en Charlottesville. Trump afirmó entonces que condenaba la violencia “de ambas partes”, planteando una dicotomía falaz, pues era evidente que una ‘parte’ había atropellado, literalmente, a la otra. Y sobre lo segundo, ahí están sus declaraciones contra el legislador negro Elijah Cummings, a cuyo distrito de Baltimore (compuesto en un 52% por población negra) el mandatario calificó como un “asqueroso desastre infestado de ratas y roedores”.

No podemos dejar de mencionar, por supuesto, las otras diatribas que Trump ha lanzado contra los latinos, los musulmanes o, últimamente, los asiáticos. Muchos han asegurado que Trump no merece presidir Estados Unidos. Y, por ello mismo, el electorado estadounidense tiene en noviembre próximo una obligación con la Historia: desalojar a Trump del poder, por la misma vía que lo llevó allí hace cuatro años.

En 1863, mientras Estados Unidos se desangraba en una cruenta guerra civil gatillada por unos estados sureños que se negaban a abolir la esclavitud, el presidente Abraham Lincoln pronunció en Gettysburg uno de los discursos más recordados de los últimos tiempos. “Hace 87 años –dijo Lincoln– nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida bajo el signo de la libertad y consagrada a la premisa de que todos los hombres nacen iguales”. Esa promesa de igualdad ante la ley, que parece no llegar nunca y que por momentos se ve estrangulada bajo las rodillas de un racismo perverso, es aquella por la que los estadounidenses marchan hoy (una promesa loable que no debería opacarse por las manchas de los saqueos y la violencia, que deben ser sancionados por el derecho). Y quienes creemos también en ese juramento no podemos dejar de apoyarlos.