Ayer, el pleno del Tribunal Constitucional (TC) escuchó los argumentos del Legislativo y el Ejecutivo a propósito de la demanda competencial presentada por el primero de esos dos poderes en contra de la disolución del Congreso ordenada por el presidente Martín Vizcarra el 30 de setiembre. La circunstancia nos ha hecho recordar que han pasado desde entonces más de dos meses sin que las dudas sobre la constitucionalidad de una medida tan gravosa para la vida institucional del país hayan sido despejadas.
Es cierto que la controversia que se desató en los días posteriores a esa disposición presidencial se fue diluyendo paulatinamente, hasta dar la impresión de que todo había vuelto a la normalidad. Pero eso, en el mejor de los casos, es testimonio de la madurez de la ciudadanía, que prefiere resolver las diferencias de opinión que existen al respecto de una manera civilizada (en lugar de a través de la agitación social) y no de que el problema haya sido superado.
En ese sentido, sería absurdo asumir, como muchos pretenden, que el conflicto legal está “fácticamente” resuelto y que el pronunciamiento del TC sobre el particular va a ser solo un trámite con el que hay que cumplir para salvar las formalidades. Las rupturas del orden constitucional son eventos graves y no prescriben. Y resulta fundamental saber si eso es lo que ocurrió recientemente en nuestro país.
El hecho de que el TC haya adelantado en su momento que cualquier consideración que desarrolle para dirimir la controversia “tendrá efectos a futuro” y no afectará el cronograma electoral en marcha, es evidentemente un gesto político y no legal, por la sencilla razón de que la evaluación jurídica de la disolución todavía no se ha producido y su resultado no se puede conocer de antemano.
No deben ser ignoradas, por eso mismo, las diferencias sobre la entraña de la discusión planteadas ayer por las partes ante el TC. Así, mientras el letrado Enrique Ghersi sostuvo, a nombre del Legislativo, que lo central era discernir, primero, si era posible que el Ejecutivo hiciera cuestión de confianza respecto de atribuciones que están fuera de su competencia; y segundo, si tal confianza podía ser denegada o concedida fácticamente, el procurador público Luis Huerta aseveró, en representación del Ejecutivo, que el eje de la controversia era “el derecho de la ciudadanía a ser convocada a elecciones para resolver la crisis política” entre los ya mencionados poderes.
Ghersi basó su primer argumento sobre la consideración de que los procedimientos de elección de los magistrados del TC son prerrogativa del Parlamento (y en esa medida, no comprometen la gestión del Ejecutivo y no pueden llevarlo a solicitar confianza) y el segundo, sobre la circunstancia de que las excepciones a la separación de poderes –como la cuestión de confianza– no pueden interpretarse extensiva sino restrictivamente. Es decir, se tienen que votar.
El procurador público, por su parte, prefirió centrar su razonamiento en la importancia de la participación ciudadana como ‘árbitro’ ante una creciente tensión entre poderes. Soslayó con ello, sin embargo, el dato inconmovible de que la supuesta necesidad de ese ‘arbitraje’ no está contemplada como causa de la disolución constitucional del Congreso. Se trataría, más bien, de una consecuencia del escenario generado por una confianza expresamente denegada. ¿Ha sido ese el caso?
El problema que tiene por delante el TC, entonces, no puede ser subestimado. Mientras no resuelva esta demanda competencial, la herida a la institucionalidad del país que abrieron las dudas sobre el arraigo constitucional de los motivos esgrimidos por el presidente Vizcarra para la disolución del Congreso continuará abierta.
Cabe, en esa medida, hacer una exhortación a sus integrantes para que no esperen hasta enero –una posibilidad deslizada ayer por el magistrado Carlos Ramos– para emitir su pronunciamiento sobre este espinoso asunto. Si a propósito de otras materias han mostrado en estos días una celeridad ejemplar, no se ve por qué en este caso no podrían proceder de igual forma.