El dinero del que dispone el Gobierno para llevar a cabo obras, ofrecer servicios públicos y pagarles a los funcionarios no aparece en las arcas del Estado por arte de magia o por generación espontánea. Si nuestras autoridades tienen recursos a su disposición es porque millones de ciudadanos y miles de empresas los sustentan con sus impuestos. A saber, con el trabajo que llevan a cabo día a día.
En ese sentido, que existan firmas dispuestas a tributar en nuestro país, por juzgar que los frutos de su inversión superarán los costos en los que incurren al hacerla, no solo es positivo para todos los peruanos, sino que resulta vital para el funcionamiento del sector público y para las políticas que este pretenda implementar. En lo que concierne a la gestión de Pedro Castillo, por ejemplo, difícilmente se podría perseguir el objetivo de “no más pobres en un país rico” si la riqueza a la que se alude no existe o, en el peor de los casos, no se genera activamente. Solo la riqueza combate la pobreza y aquella no se consigue con las “buenas” intenciones de los gobernantes. Menos aún con sus consignas ideológicas.
Esto último, lamentablemente, es lo que viene prevaleciendo en el Ejecutivo y los resultados (el alza del tipo de cambio, las proyecciones de crecimiento del próximo año en cifras negativas, la rebaja de nuestra calificación en distintas calificadoras de riesgo, etc.) cuando restan más de mil días de gestión por delante empiezan a augurar una catástrofe. La responsabilidad, por supuesto, es enteramente del Gobierno y del presidente, quienes, lejos de generar tranquilidad, predictibilidad y garantías de estabilidad jurídica, parecen inmersos en un vaivén entre el rechazo fáctico a la inversión privada y una que otra declaración “tranquilizadora” a favor de esta (que contradice expresiones anteriores y que, muy seguramente, será contradicha más adelante). Como es obvio, en estas condiciones invertir en el Perú parecería equivalente a construir una casa sobre arenas movedizas.
Lo ocurrido la semana anterior ha sido la gota que derramó el vaso de los desatinos gubernamentales, con el anuncio de la presidenta del Consejo de Ministros, Mirtha Vásquez, en Ayacucho sobre el cierre “lo más inmediato posible” de cuatro operaciones mineras de manera arbitraria y por motivos claramente políticos antes que técnicos. Como es evidente, anuncios de este tipo son los que contribuyen a acrecentar aún más la incertidumbre empresarial y borran de un plumazo todos los compromisos que, de la boca para afuera, puede asumir el Ejecutivo respecto de la inversión privada.
Pero lo anterior es apenas una muestra en una colección mayúscula de pésimas ideas y mensajes preocupantes. El mismo presidente Pedro Castillo, por ejemplo, ha realizado declaraciones contradictorias sobre la intención de su gestión de “estatizar o nacionalizar” al consorcio encargado de explotar el gas de Camisea. El Ministerio de Economía, por su parte, ha anunciado un paquete de reformas tributarias orientado a cobrarles más a los que ya tributan e ignorando asuntos medulares, como reducir la informalidad y solucionar la incapacidad del Estado para gastar lo que ya recauda.
Sobre todo lo anterior, sin embargo, hay un punto que resalta: la insistencia, negada en ocasiones y anunciada públicamente en otras, de convocar una asamblea constituyente con miras a redactar una nueva Constitución. Como cualquier observador puede notar, no existe coherencia alguna en el hecho de que, por un lado, el mandatario prometa estabilidad jurídica y reglas claras en CADE Ejecutivos mientras que, por el otro, continúe llevando a plazas su interés por impulsar el cambio de la Carta Magna.
Todo esto, no está de más recordarlo, en un contexto en el que la reactivación económica tras la forzada cuarentena del último año y medio y la trituradora económica que significó para el país requiere de la inversión privada para hacer girar sus ruedas. En el Gobierno, sin embargo, parecen empeñados en ponerle más trabas a esta para –da toda la impresión– satisfacer pulsiones ideológicas cuyas consecuencias terminaremos pagando, una vez más, los ciudadanos. Después de todo, como sabemos, la ideología no se come.
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