Decir que la minería ha sido y es en nuestro país una de las actividades centrales para el crecimiento económico es una verdad de Perogrullo. Como se sabe, sin embargo, se trata de un sector que desde hace ya varios lustros ha sido objeto de mucha resistencia política e ideológica, expresada frecuentemente a través del Estado. A tales problemas, además, ha debido agregar este año los estragos causados por la larga y rigurosa cuarentena por la que, en cierta medida, estamos todavía pasando y que, en lo que concierne a este sector, ha supuesto un desplome en la producción que otros países no han sufrido.
Una nota publicada ayer en el suplemento Día 1 de este Diario ofrece datos preocupantes sobre esa situación, pero también cifras esperanzadoras sobre la dimensión de su potencial contribución a la reactivación de nuestra golpeada economía.
Durante los 107 días en los que estuvo paralizada, la minería dejó de producir 225 mil toneladas de cobre, 164 mil toneladas de zinc y 1,1 millones de toneladas de hierro. De acuerdo con una estimación del Instituto de Ingenieros de Minas del Perú, el sector podría cerrar el 2020 con pérdidas de hasta US$5.000 millones. A este cuadro hay que agregarle, por cierto, los proyectos que, como Coroccohuayco y Tía María, se han quedado en la puerta del horno por las razones ya señaladas y por los problemas sociales generados en torno a ellos.
El otro lado de la moneda lo representan, entretanto, las minas grandes, medianas y pequeñas que ya han reactivado operaciones, pero a las que se podría añadir un ingrediente clave: la construcción de nuevas minas.
La cartera de inversiones del Ministerio de Energía y Minas (Minem) en este rubro registra un total de 48 proyectos, que suponen una inversión de US$57.772 millones.
Aunque parezca increíble, consideremos nada más que existen diez proyectos mineros significativos y con estudios de impacto ambiental aprobados que solo aguardan una oportunidad para salir adelante. Por eso, en general cabría decir que, aunque los proyectos estén identificados, no se verifica una fluidez de parte del Estado para ponerlos en marcha. El ya mencionado Coroccohuayco y San Gabriel, por ejemplo, no pueden comenzar operaciones por demoras con la consulta previa.
Por otro lado, el absurdo de no echar a andar este sector al 100% de su potencial se hace más evidente todavía si lo ponemos en el contexto de la masiva pérdida de empleos que ha supuesto la paralización de tantas otras actividades económicas por la emergencia. El economista de Macroconsult Elmer Cuba ha graficado esa paradoja de una manera elocuente. “Si hubiera una lista de diez cosas que debemos hacer para reactivar la economía –ha dicho–, la número uno es la inversión minera, porque los precios de los metales se han recuperado, hay financiamiento [externo], y la gente que antes se oponía tendrá que darse cuenta de que esta es la única forma de generar empleo rural en medio de la pandemia”.
De hecho, una buena manera de darle contenido a esa afirmación es considerar lo que significaría la reactivación del proyecto Tía María: 3.000 empleos directos y 12.000 indirectos en Islay (Arequipa) durante los dos o tres años que tomaría la construcción, según el cálculo que ha hecho la Southern Copper. Y a esos números habría que añadirles los 11.000 trabajos directos y 48.000 indirectos que, de acuerdo con estimaciones de esa misma empresa, se generarían si consiguiese construir Michiquillay, Los Chancas, la ampliación de Cuajone y la nueva fundición de Ilo.
En resumidas cuentas, estamos ante una auténtica veta de riqueza para el país que traería trabajo para miles de peruanos y muchísimos recursos para el Estado a través de los tributos que pagaría en el camino, y que se deja de explotar por cuestiones que obedecen a la política en la más pobre de sus acepciones. Y si abstenerse de tocar esa veta era ya escandaloso antes de la emergencia sanitaria y sus devastadoras secuelas económicas, mantenerla hoy intacta sería lo más parecido a una necedad dictada por el miedo.