En una entrevista publicada este miércoles en el diario “Gestión”, el flamante ministro de Agricultura, José Manuel Hernández, anunció que buscará “convertir el agro en la locomotora del desarrollo nacional” y para ello se abocará a “apoyar a los pequeños agricultores”. Objetivos que pueden ser muy loables pero difíciles de alcanzar si, como parece, los rieles sobre los que se pretende hacer andar dicha locomotora más bien ralentizarían su marcha.
En la misma entrevista, el ministro Hernández se mostró alarmado por la concentración de tierras en manos de unos pocos propietarios y anticipó que se podría “ir regulando la concentración de la propiedad [agraria]”. “Nosotros queremos que haya una partición de lotes de menor tamaño para que participen pequeños y medianos agricultores, pero organizados”, manifestó. Y añadió que se deben evitar predios de gran tamaño pues dan “una capacidad de dominio muy peligrosa”.
Preocupa, sin embargo, que quien tiene a su cargo el manejo de un sector fundamental para el desarrollo del país, dé muestras de una visión anacrónica sobre la propiedad de la tierra. Más aun cuando esta mirada colisiona con el propio plan de gobierno del partido oficialista, que reconoce la existencia en el Perú de una “elevada fragmentación de la propiedad de la tierra” (80% de unidades agrarias menores a las cinco hectáreas), y que esta partición resulta perniciosa pues “limita la organización de la producción, la provisión de servicios, la producción a escala y la productividad”.
Las alarmas del ministro se sostienen en el mito de que, en el país, va aumentando la concentración de tierras con potencial agrícola. No obstante, según el último Censo Nacional Agropecuario, publicado por el INEI en el 2012, el número de productores agropecuarios que laboran en pequeñas unidades de tierra (menos de cinco hectáreas) se ha incrementado en un 40,3% desde 1994; mientras que, por el contrario, los medianos y grandes propietarios se han reducido en 15,5% y 11,5%, respectivamente.
Pero aun si ciertos grupos lograran acumular un mayor porcentaje de tierras, ello no tendría por qué ameritar satanizaciones ni regulaciones estatales. Negocios de mayor escala permiten una reducción de costos y aumentar la productividad, para beneficio tanto del agro como de los consumidores. Este ha sido el caso con el mango, el espárrago y las hortalizas. Y ha permitido que nuestras exportaciones agrarias lleguen a 147 países el año pasado.
Así las cosas, parece que el desarrollo de eficiencias y el incremento de la productividad no serán el combustible que echará a andar la locomotora del ministro, quien más bien apostaría a un insumo más costoso: la billetera estatal.
Más allá del programa de asistencia técnica y capacitación Serviagro –que dispone de un presupuesto de S/100 millones este año y con el que espera llegar a los S/1.000 millones este quinquenio– y el programa Sierra Azul para rehabilitar andenes y sistemas de riego –con un presupuesto inicial de S/300 millones–, el principal instrumento sería Agrobanco.
Si el plan de gobierno de Peruanos por el Kambio señalaba un de por sí reprobable aumento de capital de S/300 millones al banco de fomento agrario, el ministro Hernández ha anunciado que el gobierno planea inyectar S/500 millones para tratar de reducir las tasas de interés en los préstamos a agricultores. Es decir, los intereses no responderán al riesgo ni al costo real del dinero, sino al nivel de subsidio estatal.
Financiar la producción con dinero del Estado es una pésima política crediticia, pues supone canalizar fondos públicos hacia actividades que no se sostienen por sí mismas. Las nefastas consecuencias que traen este tipo de medidas las conocemos muy bien. La ineficiencia del Banco Agrario durante los años ochenta fue tal que menos del 10% de su financiamiento provenía de recuperaciones y el 90% era producto de la emisión monetaria del Banco Central.
Todo indica que, bajo el imperio de estas ideas atávicas, la locomotora que pretende conducir al agro nacional podría quedar parada antes de dejar la estación.