Esta semana trascendió que dos conocidos empresarios nacionales revelaron ante el Ministerio Público que aportaron cuantiosas sumas a la campaña presidencial de la entonces candidata de Fuerza 2011, Keiko Fujimori. El lunes, Dionisio Romero Paoletti, presidente del directorio de Credicorp Ltd., afirmó que el ‘holding’ financiero contribuyó a la candidatura fujimorista con US$3,65 millones, y al día siguiente, el fundador del Grupo Gloria, Vito Rodríguez, admitió que había hecho lo propio por un monto de US$200 mil que extrajo de sus cuentas personales.
Ambas revelaciones han significado un terremoto para la señora Fujimori en dos niveles. El primero, en lo concerniente a las investigaciones que ella viene afrontando precisamente por el financiamiento de sus aventuras electorales (pues, en la medida en que ambos empresarios han afirmado que le entregaron el dinero personalmente, resulta razonable pensar que la señora Fujimori estaba al tanto, por lo menos, de quiénes realizaban nutridos aportes a su campaña). Y el segundo, en lo arrolladora que resulta para la credibilidad de quien, en los últimos años, siempre defendió que todo el dinero que ingresó a las arcas del partido fue “bancarizado”.
Más allá del caso concreto, sin embargo, existe también otra secuela que se desprende de las declaraciones de Romero y Rodríguez. Nos referimos al debate sobre el rol que deben jugar los aportes de las empresas en las contiendas electorales.
Como se recuerda, estos fueron prohibidos en nuestro país en el 2017, cuando el ahora disuelto Congreso modificó la Ley de Organizaciones Políticas a fin de proscribir los aportes de las “personas jurídicas con fines de lucro, nacionales o extranjeras”. Dicho cambio se llevó a cabo en medio del tifón que ya venían ocasionando las revelaciones de que constructoras brasileñas, como Odebrecht, habían subvencionado algunas candidaturas, cuando menos, desde el 2006. La verdad, sin embargo, es que nunca hubo un debate a fondo sobre los límites entre lo que podía ser aceptable en este terreno o no, y se optó más bien por cerrar las puertas de par en par a este tipo de aportes.
De hecho, la posibilidad de que un empresario o una empresa apoyen económicamente a una campaña no es una anomalía en otras democracias (ocurre, sin ir muy lejos, en los Estados Unidos). Por supuesto que, en este caso, la suspicacia se desata por la circunstancia de que los aportes podrían ser vistos como una ‘inversión’ que esperaría determinado tipo de favores como retribución una vez que el candidato o la organización respaldada accediese al poder.
Sin embargo, algunos especialistas han opinado que dicho peligro puede ser atajado de dos formas. Por un lado, obligando a que el aporte sea sobre la mesa; y, por el otro, estableciéndole límites muy precisos a las sumas que pueden ser entregadas. La idea es que la naturaleza pública de la contribución haría sonar las alarmas inmediatamente en la eventualidad de un intercambio de favores, mientras que lo acotado de la suma se encargaría de que en ningún caso la ‘deuda’ contraída fuese abultada.
Nada de esto quiere decir –ojo– que estemos justificando la conducta tanto de los señores Romero y Rodríguez como de la señora Fujimori, pues en ambos casos no solo se optó por entregar el dinero de manera secreta –sin declararlo a las autoridades pertinentes–, sino que, además, se evadió el límite máximo que la norma permitía. De lo que se trata es de no satanizar automáticamente la posibilidad de que una corporación pueda lícitamente aportar a un candidato si es que siente que este es la mejor carta para el país y siempre y cuando proceda apegándose escrupulosamente a lo que dicten las normas. Y las mismas exigencias cabría pedir a los demás tipos de aportes, como los individuales (que sean siempre transparentados). Pues, en honor a la verdad, resulta difícil pensar que, por ahora, una campaña de magnitud como las presidenciales en el país pueden sostenerse solo con financiamiento público.
Ese es el debate que las revelaciones de los últimos días debería abrir.