Editorial El Comercio

Antes de la llegada del presidente al poder, eran pocas las instituciones públicas que podían jactarse de mantener una institucionalidad robusta y amplio prestigio basado en el esfuerzo de décadas. Una de ellas era el Ministerio de Relaciones Exteriores. Y eso hace especialmente lamentable el espectáculo al que el presidente Castillo y sus respectivos titulares de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) lo han sometido desde julio del 2021.

La primera cabeza de Torre Tagle durante el mandato del presidente Castillo, como se recuerda, fue el exguerrillero Héctor Béjar, quien tuvo que dejar el fajín a las pocas semanas tras difundirse declaraciones en las que culpaba a la Marina de Guerra del Perú y a la CIA de dar origen a Sendero Luminoso. Lo sucedió –por un plazo de casi medio año– el diplomático Óscar Maúrtua, quien a su vez fue reemplazado por el constitucionalista César Landa en febrero de este año. Seis meses después, el Gobierno ensayaba otro cambio de timón en la y colocaba al abogado .

Ahora, este último ha dimitido guiado por sus “formas y convicciones”. Duró apenas un mes y cuatro días en la posición (aunque al cierre de esta edición el mandatario no había aceptado su renuncia). Su salida era poco menos que anticipada. La adhesión del Perú a la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (Convemar) fue el último punto de pública discrepancia entre Rodríguez Mackay y el presidente Castillo este viernes, pero estuvo lejos de ser el único. Antes de ello, el reconocimiento de la República Árabe Saharaui Democrática y el apoyo al Acuerdo de Escazú generaron también contradicciones entre el mandatario y Relaciones Exteriores. Si cancillería es –se supone– la entidad que debe guiar la política internacional y aconsejar al presidente sobre tales menesteres, su discordancia con el presidente solo podría explicarse porque alguien más estaría influenciando las decisiones diplomáticas de Palacio de Gobierno.

Con ello, el Gobierno se encamina a su quinto canciller en menos de 14 meses, con un ritmo promedio de casi tres meses por titular de Torre Tagle. A manera de referencia, desde el 2006 hasta el 2021, los cancilleres tuvieron en promedio períodos cinco veces más extensos al frente de Relaciones Exteriores. La rotación de ministros es un rasgo característico de este gobierno –propio de su improvisación y sus malas decisiones–, pero en una institución como la cancillería el asunto es particularmente delicado. Costó décadas construir un servicio de relaciones exteriores que se posicione en la esfera diplomática latinoamericana como un referente de seriedad y competencia, al margen del gobierno de turno.

¿Qué confianza pueden tener ahora nuestros países aliados sobre la solidez de un servicio diplomático cuya cabeza cambia cada trimestre y en el que no queda claro quién toma, tras bambalinas, las decisiones?

No es un asunto solamente de nombres. Si los cancilleres del presidente Castillo –a pesar de tener períodos cortos– hubiesen compartido una visión común sobre las relaciones internacionales, el trance sería menos grave. Sin embargo, es casi imposible encontrar un hilo conductor entre cancilleres tan disímiles como Béjar, Maúrtua, Landa y Rodríguez Mackay.

Ello, por supuesto, ilustra con nitidez que, bajo la actual administración, Relaciones Exteriores es un ministerio a la deriva, al igual que casi todos los otros. Torre Tagle y el servicio diplomático peruano merecían mucho más.