Editorial El Comercio

Hace seis días, ingresó a un grifo en las inmediaciones de la plaza Dos de Mayo, en pleno corazón de Lima, compró gasolina, la roció sobre su expareja y luego de que ella decidiera terminar la relación que ambos mantenían. Casi una semana después, él sigue libre, en su contra, mientras ella permanece hospitalizada, con el 60% de su cuerpo quemado y el recuerdo de una agresión que cargará por el resto de su vida.

Uno se pregunta cuántas cosas tienen que estar mal en nuestro país como para que un energúmeno sienta que puede atacar salvajemente a una mujer en plena vía pública y luego permanecer varios días fuera del radar de las autoridades. Porque, aunque estremecedor, este caso es apenas una pieza más de un mosaico terrorífico de mujeres atacadas en los últimos años ante la indolencia de las instituciones. En realidad, no hace falta ni siquiera echar la vista a los años anteriores. Solo en los primeros dos meses del 2023, el Ministerio de la Mujer registró 43 intentos de y otros 33 crímenes que podrían calificar como tales.

En lo que respecta a marzo, además del registrado en el Centro de Lima, existen otros casos que bien podrían pasar a formar parte de esta estadística. El domingo 12, por ejemplo, María Pablo y Wendy Mena fueron asesinadas en una vivienda en Chosica. Sus familiares denuncian que ambas fueron víctimas de abuso sexual por un grupo de sujetos que aún no han sido identificados. Y el lunes 6 Karina Clemente fue hallada muerta por ahorcamiento en un hotel en Arequipa al que habría acudido con su pareja, según la Defensoría del Pueblo.

Estos casos comparten dos rasgos espantosos. El primero es que tienen las características de feminicidios, ya sea que se consumaran o no. El segundo, que quienes los perpetraron continúan libres mientras que sus víctimas están muertas o gravemente heridas. Uno podría pensar que esto último se debe al poco tiempo que ha pasado desde que se conocieron estos hechos, pero la verdad es que existen varios otros feminicidas que llevan años en libertad ante un Estado que poco o nada parece hacer para darles caza.

El exsuboficial del Ejército Peruano Luis Genaro Estebes Rodríguez, por ejemplo, está buscado por las autoridades por ser el principal sospechoso del feminicidio de , su expareja, quien fue encontrada en un descampado en Villa El Salvador degollada, quemada y enterrada en un cilindro en diciembre del 2018. El destituido fiscal , por otro lado, está procesado por haber agredido a su entonces conviviente en agosto del 2016 en Puno y, aunque inicialmente fue detenido por las autoridades, al poco tiempo quedó en libertad y desde entonces su paradero es desconocido. Otro que se encuentra inubicable es Richard Bermeo Román, investigado por el asesinato de en junio del 2021 en Piura.

Estebes, Añamuro y Bermeo son apenas tres de los 30 acusados de feminicidio o de tentativa de feminicidio que se encuentran incluidos en el de “los más buscados” –que, por momentos, daría la sensación de ser más bien de “los menos buscados”– del Ministerio del Interior. ¿Cuáles son los esfuerzos que están llevando a cabo las autoridades para detenerlos o acaso están esperando que alguien les dé alguna información sobre sus paraderos para recién actuar? Es una interrogante que siempre podemos hacernos, pero que ha cobrado particular relevancia por estos días.

El problema que casos como los recordados aquí generan es doble: por la sensación de impunidad para las víctimas y sus familiares que tienen que convivir con el recuerdo de estas agresiones, y por los potenciales feminicidas que pueden sentirse envalentonados al ver que, en el Perú, en cualquier parte y a cualquier hora, se puede agredir a una mujer y luego desaparecer ante la pasividad de las instituciones.

Como Sergio Tarache, en este país existen agresores de mujeres a los que nadie se apresura en buscar ni, mucho menos, detener, y que continúan en libertad mientras sus víctimas están muertas, heridas o cargando con secuelas que las acompañarán por el resto de sus vidas.

Editorial de El Comercio