Editorial El Comercio

Los resultados de los recientes comicios regionales y locales nos colocan frente a un escenario tan deplorable como conocido: el de numerosas autoridades ya electas o próximas a disputar una segunda vuelta con procesos abiertos por corrupción y, en esa medida, cuestionadas aun antes de haber empezado sus respectivas administraciones.

Veamos lo que dicen las cifras. De las 25 regiones en las que está dividido el país, 16 ya tienen gobernador elegido y nueve lo tienen que definir todavía en un balotaje. Entre los ya elegidos, hay 13 con procesos en trámite, y (46 de ellos en etapa preliminar), la mayoría (39%) por colusión.

Entre los 18 candidatos de las regiones que tienen , por otro lado, nueve tienen procesos en trámite, y los casos que suman son 40 (26 en etapa preliminar), la mayoría (38%) por peculado.

Cabe anotar que algunos de los virtuales gobernadores y postulantes todavía en liza ostentan un auténtico récord en la materia. Entre los primeros, destacan (Ayacucho), que arrastra 23 procesos y órdenes de comparecencia e impedimento de salida por 12 meses, amén de una caución por S/100.000; y Luis Torres (Tacna), que está comprendido en 11 procesos y cumple una orden de detención domiciliaria. Entre los segundos, llaman la atención Juan Chombo (Pasco) y (Piura), con ocho procesos cada uno.

En el terreno de los alcaldes de capitales de región, finalmente, el panorama tampoco es alentador. De los 25 elegidos, cuatro tienen procesos abiertos por presunta corrupción y el número de casos que ellos suman es 20.

En síntesis, un festival de autoridades cuestionadas a punto de estrenar sus mandatos, con las consecuencias que ello acarrea: temor por el manejo de los dineros públicos a su cargo y dudas sobre la continuidad y estabilidad de los gobiernos que encabezan. Es decir, cuatro años más de zozobra y de aspiraciones postergadas para los ciudadanos de muchos lugares del país.

La situación es escandalosa, pero, como señalábamos al principio, está lejos de ser inédita. De hecho, es la reiteración de un cuadro que hemos visto hasta el hartazgo en el pasado reciente y que, mutatis mutandis, se manifiesta también sistemáticamente en las elecciones presidenciales y congresales. Alguien podría decir que, comicios tras comicios, estamos ante los procesados de siempre.

La tentación de pensar que somos víctimas de alguna maldición política es grande; pero, por supuesto, absurda. Lo que ocurre en el país tiene dos específicos responsables: los partidos políticos y los votantes. Los primeros por postular a candidatos de las características ya descritas sin haberse tomado antes el trabajo de revisar si tienen problemas legales; o, peor aún, a pesar de saber que los tienen. Y los segundos, por acudir a las urnas sin preocuparse por averiguar lo mínimo acerca de las personas a las que se disponen a endosarles su apoyo. En ambos casos, el seguro preludio al llanto sobre la leche derramada.

Como hemos afirmado ya más de una vez , al presentar bajo sus colores a un aspirante a determinado puesto de elección popular, una organización política está diciéndoles tácitamente a los votantes que esa persona cuenta con su confianza y que ellos pueden también confiar en ella. ¿Con qué derecho, entonces, puede venir luego esa misma organización a hacerse la sorprendida cuando los problemas que cabía anticipar asoman?

La prensa, sin embargo, se encarga en muchas ocasiones de suplir ese rol y advierte a los potenciales electores de las zonas oscuras en las fojas personales de los candidatos que les están pidiendo su respaldo en las ánforas. Pero es evidente que una mayoría prefiere ignorar esos datos… con las consecuencias que conocemos.

Lo peor de todo, además, es que, en el camino, la circunstancia de tener postulantes a cargos públicos investigados por corrupción se normaliza y la única duda que queda por resolver es a cuáles de ellos convertiremos en autoridades.

La maldición, en realidad, parece radicar en nuestra incapacidad para romper ese círculo vicioso.

Editorial de El Comercio