Editorial El Comercio

Alrededor de 200 extranjeros –la mayoría de ellos de nacionalidad venezolana, además de algunos colombianos, ecuatorianos y haitianos– esperan desde hace dos semanas su destino en la frontera sur del . El endurecimiento de las condiciones para los en impulsó a varios a dejar el país por tierra, pero las autoridades peruanas impidieron su ingreso irregular. Actualmente, no pueden ingresar al Perú ni volver a Chile. Esta situación no es fácil de manejar y tiene, por lo menos, tres aristas relevantes para considerar.

La primera es la dimensión humana. Cualquier familia o persona que intente un viaje de esta naturaleza estará en condiciones de urgencia o de enorme vulnerabilidad. En ese sentido, son correctas las palabras del ministro del Interior, , cuando afirma que “este es un tema más humanitario. Hay que darle una mirada desde ese punto de vista”. Romero, quien estuvo en Tacna a raíz del asunto, ha propuesto a las autoridades locales buscar un albergue o punto de concentración que pueda acoger a los migrantes indocumentados de forma temporal y en mejores condiciones que las que tienen actualmente. Proteger la vida e integridad de quienes solicitan ayuda en momentos críticos no es solo un deber legal del país según tratados internacionales, sino también moral.

La segunda dimensión es la diplomática. La incertidumbre respecto del destino de los migrantes ha elevado las tensiones entre el Perú y Chile. En un gesto algo desproporcional, por ejemplo, la cancillería chilena presentó la semana pasada una nota de protesta al Perú por las declaraciones del alcalde de Tacna, Pascual Güisa, en contra del presidente chileno, . Al mismo tiempo, el ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, Yván Gil, solicitó “plenas garantías y respeto a los derechos humanos” de sus compatriotas, además de garantías para enviar un avión que los lleve de vuelta a Venezuela. Actualmente, el Gobierno Peruano evalúa otorgar salvoconductos para que los migrantes puedan volver a su país de origen con un corredor humanitario terrestre o aéreo.

Dada la persistencia y dimensiones de la diáspora venezolana –con aproximadamente una década de duración y unos seis millones de migrantes–, es sorprendente que la región aún no esté preparada para resolver este tipo de situaciones. Una política latinoamericana compartida de manejo de inmigrantes que sea clara, justa y responsable podría haber evitado este ‘impasse’ en el que ninguna autoridad parece tener claro qué hacer, y con centenas de vidas humanas en el medio de una discusión que puede usarse con fines políticos. Sin predictibilidad, las salidas serán improvisadas, tardarán más, debilitarán las condiciones de la población en riesgo y generarán tensiones diplomáticas. Si bien ha habido algunos esfuerzos en este camino, como la hoja de ruta del capítulo de Buenos Aires, impulsada por las Naciones Unidas en el 2018, sus resultados son insuficientes.

Por último, la dimensión vinculada a la seguridad ciudadana es una preocupación legítima de la ciudadanía. Ninguna persona con antecedentes criminales en Chile, Venezuela o cualquier lugar debe ser admitida en territorio nacional, sino detenida y enviada de vuelta al país donde infringió la ley. De hecho, la mejor manera de conseguir legitimidad para un proceso migratorio extenso y complicado, con cientos de miles de venezolanos honestos y trabajadores ya aquí, es verificar que quienes ingresan al Perú no son los malos elementos de su sociedad.

Así, los gobiernos involucrados deben lograr una salida pronta al entrampamiento que respete condiciones humanitarias, diplomáticas y de seguridad. Y, a lo mejor, aprovechar este trabajo conjunto para finalmente diseñar mecanismos mucho más prácticos y expeditivos en resolver problemas como el actual.

Editorial de El Comercio