El célebre poeta español Francisco de Quevedo decía: “Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir”; y a veces parece que esa hubiera sido la consigna de la mayoría de los políticos de nuestra historia republicana. Si retrocedemos solo 25 años, podemos pensar en más de un postulante a la presidencia cuyos compromisos electorales luego no se cumplieron: Alberto Fujimori y su oferta del ‘no-shock’ en 1990, Alan García y su anuncio de que no firmaría el TLC con Estados Unidos en el 2006; y, claro, Ollanta Humala y la oposición que desplegó en la campaña del 2011 contra el proyecto Tía María, que ahora tanto le está costando revertir.
Hace algunos días, los medios recordaron efectivamente unas declaraciones suyas sobre el referido conflicto minero de cuando era candidato. En ellas decía: “El presidente de la República tendrá que venir aquí y no mentir, porque si miente debe ser vacado”. Y agregaba también: “No he venido yo nuevamente a pedir votos; he venido a escucharlos a ustedes, como los he escuchado. Creo ahora que la mayoría tiene claro acá en Cocachacra lo que realmente quieren ustedes. Y si eso es lo que quieren, nosotros los vamos a apoyar y vamos a luchar para que la voz de ustedes tenga carácter vinculante ante cualquier decisión política”.
Resulta, sin embargo, que pasado el tiempo y ya convertido en presidente, Humala no solo no ha asistido personalmente a diálogo alguno en el lugar, sino que tampoco ha tomado con “carácter vinculante” la opinión de los que viven allí, movilizados o no. Sentado en la casa de Pizarro, debe haber caído en la cuenta de la enorme irresponsabilidad en la que incurrió al adoptar retóricamente la postura que lo caracterizó durante la campaña y en el precio que está pagando por ello.
De más está decir que esta reflexión no tiene por objeto instarlo a volver sobre sus pasos y retomar su rechazo al mentado proyecto; o a la minería en general; o, puestos ya en esa lógica, al plan de la gran transformación, que por sensatez histórica y buen tino dejó de lado tras ganar las elecciones. Nada de eso.
Lo que estas líneas proponen, más bien, es que la actitud del entonces candidato sirva como ejemplo a los futuros aspirantes presidenciales respecto de la gravitación que los compromisos de campaña acaban teniendo en un eventual gobierno ulterior.
Es cierto que Humala fue electo presidente en segunda vuelta ya con los atenuantes que la hoja de ruta planteaba respecto de sus planteamientos iniciales. La expectativa que estos suscitaron en vastos sectores de la población, no obstante, representa uno de los mayores problemas con los que el gobierno ha tenido que lidiar hasta hoy. Pensemos, si no, en la famosa –y nunca cumplida– promesa del gas a 12 soles.
La circunstancia de que los congresistas de Gana Perú fuesen elegidos, como los de todos los partidos, en primera vuelta determinó, además, que buena parte de ellos no se sintieran representados en el cambio. De ahí, el desbande que ha afectado a la bancada oficialista en estos cuatro años.
El divorcio entre el Humala candidato y el Humala presidente permitió que el país no cayese en el despeñadero, pero es evidente que mucho mejor habría sido que su discurso fuese uno. Esto es, que su postulación no fuera la manifestación más acabada –pero no la única– de ese fenómeno que consiste en entender el período electoral como un tiempo en el que se dice lo que haga falta para llegar al poder y después ya se verá.
Quienes aspiren a la presidencia en el 2016 harían bien en tomar nota del costo inmenso que el actual mandatario y su entorno están enfrentando por haber asumido que no existía memoria en los votantes de lo que se dice en campaña. A fin de fortalecer la institucionalidad política y el vínculo entre gobernantes y gobernados, sería fundamental más bien que tuviesen presente a lo largo de todo el proceso que pudiera llevarlos hasta Palacio que, como decía el político italiano del siglo XIX, Giuseppe Mazzini: “Las promesas son olvidadas por los príncipes, pero nunca por el pueblo”.