El 7 de marzo pasado, un día después de que se confirmase el primer caso de COVID-19 en el país (la enfermedad causada por el COV-SARS-2, la nueva cepa de coronavirus que ha infectado a cientos de miles alrededor del mundo y ha confinado en sus casas a millones más), recogimos en este mismo espacio las declaraciones que había dado en una conferencia de prensa el presidente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom, sobre el potencial de la enfermedad. “El nivel de mortalidad que pueda alcanzar este virus no depende únicamente del virus en sí, sino también de cuál sea nuestra respuesta [frente a él]”, señaló el funcionario.
A estas alturas, es evidente que el COVID-19 es una enfermedad a la que hay que tomar con bastante seriedad. Hasta el momento de escribir estas líneas, ha matado a 8.727 personas en todo el mundo y no hay nada que nos asegure que este número vaya a ralentizar su ritmo de crecimiento, al menos en el corto plazo. Por ello, desde que el Gobierno del presidente Martín Vizcarra decretó medidas inéditas en esta parte del mundo (como el aislamiento social durante 15 días o el cierre de las fronteras nacionales) el pasado domingo, hemos subrayado lo medular que resulta el papel de los ciudadanos en la contención de la pandemia.
El martes, para empezar, invocábamos a las personas –que en claro desacato de las indicaciones del Ejecutivo habían salido a transitar o habían acudido a su centro de labores en la mañana del lunes– que reflexionasen sobre lo pernicioso que podría resultar (para todos, por supuesto, y no solo para ellos) acatar las medidas sanitarias con tibieza.
Y ayer, asimismo, llamábamos la atención a las autoridades que, en el trance actual, habían repetido conductas irresponsables –como los legisladores que se prodigaron abrazos y apretones de mano luego de su ceremonia de juramentación en la tarde del martes– o que aprovechaban la incertidumbre para ensayar filigranas legales (como el “cierre de las fronteras distritales”) en un poco disimulado intento por llevarse algunas palmas vacuas.
Pues bien, además de estos dos ejemplos, existe otra conducta no menos irresponsable, que se viene difundiendo mucho más rápido que el virus y que también busca infligirnos daño, contagiándonos de incertidumbre y miedo: la desinformación.
Anuncios que piden que los residentes de algunos distritos de Lima cierren sus puertas y ventanas a partir de cierta hora debido a presuntos recorridos que harán helicópteros de las Fuerzas Armadas ‘pulverizando desinfectantes’, supuestas ‘terapias’ para erradicar el virus que consisten en tomar infusiones o líquidos calientes, métodos para que uno mismo pueda descartar desde su casa si tiene COVID-19, así como videos sobre supuestos pacientes en un hospital o saqueos en un supermercado, han arreciado con fuerza en los últimos días, sembrando miedo y pánico entre un sector de la población, y posiblemente precipitando a muchos a tomar medidas que resultan, o bien inútiles, o bien contraproducentes para su salud.
El problema con estos bulos no es solo la reacción que genera en quienes los reciben (y comparten), sino también los esfuerzos que consumen de parte del Gobierno, que ha tenido que verse, una y otra vez, en la obligación de salir a desmentirlos a través de sus canales oficiales, dedicando tiempo y personal –que bien podrían estar desempeñando otras acciones– a esta tarea.
Por lo demás, es evidente que hay una responsabilidad en aquellos abocados a confeccionar y diseminar estos anuncios fraudulentos. Pero también es innegable que si estos últimos logran su cometido con cierta efectividad es porque hay un grupo de ciudadanos que da alguna credibilidad a sus anuncios y que los comparte sin ningún tipo de filtro o cuidado en su corroboración.
Que todos tenemos dudas e incertidumbre en la crisis actual es una verdad insoslayable. Pero poca ayuda prestaremos si seguimos dándoles cabida a estas mentiras infecciosas.