Lamentablemente, para muchos peruanos el principal problema del servicio civil es que de poco sirve. La mayoría de ciudadanos identifica a la burocracia con una organización paquidérmica que está ahí para complicarle la vida en vez de para simplificársela. Y buena parte de esta imagen se explica por la ausencia de meritocracia en el sector público.
De esta situación, incluso, dan fe distintos informes realizados por entidades internacionales. Por ejemplo, de acuerdo con el Reporte Global de Competitividad, el primer obstáculo para hacer negocios en el Perú es la ineficiencia de la burocracia estatal (incluso por encima del crimen o la inestabilidad política).
El presente gobierno, no obstante, ha puesto en marcha una reforma del servicio civil que, de ser implementada correctamente, podría contrarrestar en cierta medida los problemas de nuestra burocracia. De hecho, hace unos días publicó los reglamentos que faltaban para empezar a ponerla en marcha.
De acuerdo con las nuevas normas, las entidades públicas tendrán que definir los puestos que necesitan según sus objetivos y deberán realizar concursos para ocuparlos (a estos podrán presentarse no solo los empleados o funcionarios de la entidad en cuestión, sino de cualquier otra entidad del Estado y, en un 10%, postulantes de fuera del Estado). Asimismo, sus funcionarios tendrán la oportunidad de ganar más para atraer talento y, como contraparte, serán evaluados anualmente en función del cumplimiento de sus metas. Aquellos empleados públicos que desaprueben la evaluación recibirán capacitación para darles la oportunidad de elevar sus competencias. Y, si desaprueban por segunda vez, tendrán que retirarse de la función pública.
Si bien en general este gobierno no se ha caracterizado por realizar grandes reformas (algo de lo que, por supuesto, tampoco se pueden enorgullecer sus predecesores), la del servicio civil sí podría ser su ‘gran transformación’. Por primera vez vemos a un gobierno dispuesto a crear un sistema que permita que se promueva a los buenos servidores públicos y que se expulse a los malos. Y hay que felicitarlo por tomar las astas de este toro. Especialmente, cuando no faltan los sindicatos ni los políticos que vienen dando la lucha para mantener el statu quo y para lograr que el criterio que se siga utilizando para ascender en el escalafón de la administración pública sea calentar una silla en una oficina estatal el suficiente tiempo para que eso ocurra.
Ahora, hay que ser conscientes de que hay varias otras medidas que deben tomarse para que la reforma del servicio civil sea algo más que un cúmulo de buenas intenciones.
Para empezar, uno de los objetivos comunes de toda institución pública –sobre la base del cual debería evaluarse a sus funcionarios– debería ser reducir los tiempos y costos de los trámites y aligerar en general la carga regulatoria que los ciudadanos soportan sobre sus hombros. La Autoridad Nacional del Servicio Civil se debería encargar de verificar que este objetivo se persiga transversalmente en todo el Ejecutivo y el presidente Humala debería empoderarla para ello. De lo contrario, podría suceder que cada institución apunte hacia objetivos que van en contra de volver a nuestro Estado más ágil y liviano.
Por otro lado, es importante que se haga un esfuerzo para detectar cuáles son las instituciones públicas que siguen existiendo por inercia y no porque cumplan una función realmente útil para lo sociedad. Y, una vez detectadas, hay que eliminarlas. Después de todo, ¿de qué sirve volver más meritocrática la burocracia de una institución que no sirve a la ciudadanía? Tomemos, por ejemplo, el caso de la Oficina Nacional de Gobierno Interior. Esta se dedica a tramitar permisos para hacer campañas publicitarias y sorteos (algo que no es más que un absurdo sobrecosto para las empresas) y a coordinar las acciones de los gobernadores (una institución que no debería existir y que solo es usada populistamente). De nada serviría trabajar en mejorar el servicio civil de este tipo de instituciones. Tendría tanto sentido como buscarle un mejor conductor a un automóvil que simplemente no funciona