La hipérbole es una figura retórica, usada también en la literatura, que consiste en exagerar alguna característica de aquello sobre lo que se está hablando para llamar especialmente la atención sobre ella.
“¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!”, escribió, por ejemplo, el poeta español Garcilaso de la Vega en una égloga del siglo XVI para graficar la sensación que puede producir la indiferencia de una dama en el corazón de quien la pretende. Y al principio de “La guerra del fin del mundo”, Mario Vargas Llosa describió al protagonista de la novela, Antonio Conselheiro, diciendo que “parecía siempre de perfil” para destacar su delgadez.
Se trata ciertamente de casos en los que el recurso está al servicio de la expresividad de las frases en que está incluido, y a nadie se le ocurre que quien las escribió estuviese afirmando que la mujer aludida era literalmente más dura que el mármol o que el hombre mencionado lucía realmente igual de estrecho cuando era visto de frente que cuando era visto de perfil.
Algo parecido sucede cuando utilizamos hipérboles en la comunicación cotidiana. Alguien puede decir que está “muerto de hambre” cuando llega la hora de almuerzo, o sentenciar que su automóvil tiene “cien años” cuando desea cambiarlo. Y quien lo escucha sabe que ni el hambre lo ha matado ni su automóvil tiene un siglo de antigüedad, y que solo ha querido manifestar de una forma colorida que tiene mucho apetito o que su vehículo es muy viejo.
Distinta es la situación, sin embargo, cuando la comunicación se produce en un contexto con visos de oficialidad, como cuando un ministro habla con la prensa –y a través de ella, con la población– sobre los problemas de su sector. La presunción en esos casos es, evidentemente, que el representante del Ejecutivo está diciendo una verdad literal y bien informada, habida cuenta de su posición en la estructura del Estado. Y, en consecuencia, las exageraciones dejan de ser un recurso retórico para convertirse en simple tremendismo.
Toda esta reflexión viene a cuento a raíz de lo dicho por el ministro del Interior, Carlos Basombrío, al presentar este jueves 610 patrulleros que se incorporaban a la tarea de brindar seguridad a la ciudadanía. Estos patrulleros, como se recuerda, forman parte de un lote comprado en Corea durante el gobierno anterior y que mereció tiempo atrás observaciones de la contraloría a propósito de sus características y equipamiento.
Haciéndose eco de esas observaciones, el ministro Basombrío salió hace dos meses a decir que había sido “un crimen” que se comprase de esa manera y que la operación había sido hecha “con los pies”. Primero, porque los vehículos no tenían radio y “un patrullero al que no le ponen radio es como un hospital al que no le ponen quirófano”. Luego, porque usan gasolina de 95 y “cualquier peruano sabe que, fuera de Lima, no hay gasolina de 95” y, por lo tanto, había regiones a las que no iban a poder enviarlos. Y, por último, porque “requieren que la propia policía tenga talleres de maestranza para darles mantenimiento”.
Ahora, no obstante, el mismo ministro sostiene que “todas las observaciones” han sido subsanadas (el contralor, en cambio, desliza más cuidadosamente que eso solo ha ocurrido con “casi la totalidad”), y que las radios van a ser entregadas por el proveedor “sin costo alguno para el Estado”. “La próxima semana, con la adenda firmada, todos los patrulleros tendrán sus radios”, ha asegurado (mientras que otros voceros del ministerio confiaron a este Diario que las radios llegarían recién en uno o dos meses).
De los problemas relacionados con la gasolina y los talleres, ya no dijo nada. Y con respecto a las radios, parece que, después de todo, no es tan malo que esa suerte de hospitales que vendrían a ser los patrulleros funcionen un tiempo sin quirófano.
Llegados a este punto, entonces, solo podemos arribar a dos conclusiones: o el ministro Basombrío cultivó la hipérbole al presentar el problema hace dos meses, o la está cultivando ahora al decir que todo ha sido subsanado. Y ninguna de las dos es buena.
El titular del Interior le debe al país una explicación. Desprovista de exageraciones, por supuesto.