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Editorial El Comercio

Las recientes y espantosas noticias de casos de violaciones sexuales cometidas contra menores de edad han traído como consecuencia una serie de propuestas de diversa índole para combatir esta atrocidad, la más sonora de las cuales ha sido la de aplicar la pena de muerte a los violadores.

El planteamiento, sin embargo, no es novedoso. Y los argumentos esgrimidos para sustentarlo tampoco.

Hay que “escuchar lo que pide la calle”, ha conminado la presidenta de la Comisión de Constitución del Congreso, Úrsula Letona, quien ha anunciado la presentación de un proyecto de ley incorporando el castigo máximo, y “la iniciativa surge a partir de un clamor popular”, ha justificado su compañera de bancada, Karla Schaefer, quien anticipando seguramente las críticas venideras agregó que ella es “una persona que respeta mucho la vida”. Una paradoja con la que quizá simpatice la presidenta interina de la Comisión de la Mujer, la parlamentaria oficialista Janet Sánchez, quien afirmó: “Dios nos da la vida y Él es el único que nos la puede quitar”, para a renglón seguido proponer una enmienda al supuesto monopolio ejecutor.

Pero más allá de las contradicciones internas que puedan experimentar algunas parlamentarias y de que el “clamor popular” no debería ser fuente de derecho, preocupa que una iniciativa tan drástica como la de aplicar la pena máxima no haya venido acompañada de alguna consideración sobre su efectividad para lograr el resultado deseado: desincentivar la comisión de graves y atroces delitos.

Observaciones realizadas en Japón (2017), investigaciones de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos (2012) y estudios para la ONU (1998 y 2002) –para mencionar algunos de los más relevantes– coinciden con la mayoría de trabajos realizados sobre el tema en concluir que no hay evidencia de que la pena de muerte haya servido para prevenir el crimen al cual resultaba aplicable en las localidades estudiadas.

Tampoco han advertido los promotores de esta iniciativa que, de acuerdo con la Convención Americana sobre Derechos Humanos, no se puede extender la pena de muerte a delitos que no estuvieran previstos como causales con anterioridad a la ratificación del tratado internacional. Razón por la cual, aplicar esta sanción en el Perú demandaría no solo una reforma constitucional sino también el retiro del Perú del Pacto de San José.

Y ni qué decir del silencio guardado sobre los riesgos de encargar la aplicación de una pena irreparable a un Poder Judicial inundado en cuestionamientos de corrupción e ineptitud, y en el que no confía el 64% de la población.

Quizá el único aspecto novedoso de esta discusión, entonces, se halle en una de las voces que ha respaldado la propuesta: la del ministro de Justicia, Enrique Mendoza. “Personalmente, yo sí creo en la pena de muerte”, señaló el último domingo en una entrevista televisiva, dejando en una posición incómoda al resto del Gabinete, varios de cuyos miembros se pronunciarían en contra de la medida horas después, y sobre todo, al propio presidente de la República, quien ayer recordó que “en nuestra Constitución, no aceptamos la pena de muerte” y confrontado con las declaraciones del titular de Justicia, solo atinó a espetar: “Eso lo conversaremos con él en su momento”.

Como detallaba un informe publicado el domingo en este Diario, son centenares los casos de violadores sexuales que en el Perú reciben una pena inferior a los ocho años de cárcel, un castigo menor a lo que podría esperar, por ejemplo, un ladrón o un falsificador de billetes. Si los parlamentarios y el ministro de Justicia quieren combatir realmente estos horrendos crímenes y no solo darse un baño del supuesto “clamor popular”, deberían empezar por revisar la coherencia interna de nuestra legislación penal y trabajar por la reforma del Poder Judicial, en lugar de resucitar iniciativas de altísimo riesgo y dudosa efectividad.