Hace unos días, la titular de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, Carmen Omonte, fue denunciada por su ex empleada del hogar María Vásquez Rafael por no haber recibido, al renunciar, lo que le correspondía por vacaciones truncas y compensación por tiempo de servicios (CTS). Además, por no haber sido inscrita en el seguro social durante todo el tiempo que mantuvo una relación laboral con la ministra. A consecuencia de ello, la trabajadora tuvo que dar a luz en una posta médica alejada de su domicilio cuando hubiera podido ser atendida en un hospital de Essalud que, normalmente, le hubiese brindado mejores servicios y condiciones.
Si bien la ministra declaró haber dado todos los beneficios a María Vásquez, también señaló: “Lamentablemente no cumplí con la formalidad”. Eufemismo sin duda práctico –pero no por ello menos evidente– para decir que no cumplió con la ley. Ahora, independientemente de si se hizo un pago por el tiempo de servicio en su momento –pues las versiones han variado desde la visita que, debidamente presionada por el escándalo, realizó la señora Omonte a la posta médica el día que su ex empleada dio a luz– el tema de fondo es que esta situación, lejos de ser un hecho aislado o anecdótico, representa el caso de la enorme mayoría de mujeres que trabajan como empleadas del hogar en el Perú sin estar formalizadas ni recibir ningún tipo de protección o beneficio social por parte de sus empleadores.
Algunos políticos afines al gobierno de turno han pintado este hecho como un tema de aprovechamiento mediático para mancillar la honra de la ministra Carmen Omonte y, de paso, desprestigiar al Ejecutivo. El problema, desde luego, está en que lo hecho por Omonte mancilla su honra y desprestigia al gobierno sin necesidad de aprovechamiento alguno. Después de todo, la señora Omonte es la titular de la cartera de la Mujer: es decir, la persona a la que el presidente Ollanta Humala nombró como su máximo responsable de, entre otras cosas, velar por las miles de trabajadoras del hogar que trabajan en condiciones extremadamente vulnerables. Ella –junto con el ministro de Trabajo– debería ser la primera interesada (por usar una frase bastante común de este gobierno) en que quienes contratan al casi medio millón de personas que se dedican a esta profesión lo hagan en la formalidad. Situación de la que estamos demasiado lejos, pues se calcula que alrededor del 75% de las empleadas del hogar se encuentran en la informalidad y el 85% gana por debajo del sueldo mínimo (según cifras de la Defensoría del Pueblo y del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo). Entonces, si ella no vela por los intereses de las mujeres que trabajan y viven en su casa, ¿qué tanto podemos esperar que haga con los derechos de aquellas que no la sirven directamente y que no conoce?
Por otro lado, no está demás mencionar que este episodio es bastante paradójico si consideramos que el Gobierno del presidente Humala es el de la “inclusión social” y ha promocionado y defendido con tanto ahínco y vehemencia la ‘ley pulpín’ como un mecanismo eficiente para lograr una de sus metas: formalizar y brindar derechos y protecciones necesarias para los jóvenes. Por eso mismo, lo que necesitamos es una ministra que entienda la problemática de todas las trabajadoras del hogar para que sus necesidades puedan ser atendidas adecuadamente.
La señora Omonte ha reconocido su falta al señalar: “Nunca he pretendido actuar de mala fe, pero, evidentemente, he cometido un error”. Sin embargo, al mismo tiempo ha declarado que tiene “el espíritu y la conciencia tranquila”. Solo queda pensar que su conciencia no es muy exigente para este tipo de menesteres. Lo que preocupa, teniendo en cuenta que son precisamente los menesteres que, a escala nacional, están en sus manos.