Flanqueado por sus ministros, el presidente Ollanta Humala apareció hace dos días en la televisión para responder a las acusaciones levantadas contra el gobierno por el reglaje a la vicepresidenta Marisol Espinoza. La imagen rezumaba solemnidad y producía la sensación de una puesta en escena, con el inconveniente que toda puesta en escena acarrea. Es decir, la sospecha de que aquello que se nos está poniendo delante de los ojos es, esencialmente, una pieza de teatro.
Semejante suspicacia, por supuesto, habría perdido todo sustento en el momento mismo en que los argumentos expuestos por el mandatario hubiesen sido lo suficientemente sólidos como para persuadir al país de que, con prescindencia de la utilería, lo que se afirmaba allí era cierto. Pero, lamentablemente, ese momento nunca llegó.
El reto de demostrar que el seguimiento no había sido dispuesto oficialmente no era fácil, pues tanto los agentes intervenidos en el auto estacionado frente al domicilio de la vicepresidenta –Johnny Huamán Espinoza y Raúl Pianto Cuevas– como el oficial que vino a interceder por ellos en la comisaría de Monterrico –Johnny Bravo Sánchez– pertenecen a la Dirección Nacional de Inteligencia (DINI); y además, según se supo ayer, en particular a la sección sociopolítica del Módulo de Inteligencia Operativa (Modinope). Una dato que, dicho sea de paso, echa por tierra la coartada de que los efectivos estaban brindando seguridad a la Embajada de Estados Unidos (distante por diez cuadras del lugar donde se encontraban) por el supuesto peligro de un ataque de terroristas libaneses, ya que en ese caso habrían pertenecido, más bien, a la sección Terrorismo.
Como queda claro, entonces, la operación era política y tenía todo el aspecto de responder a una orden orgánica del aparato de inteligencia estatal, dentro de la lógica de una cadena de mando que eventualmente conducía a las esferas más altas del gobierno. Y por eso, desactivar ese recelo iba a demandar del presidente un deslinde muy convincente.
En lugar de ello, sin embargo, él optó por usar las dos típicas falacias de este gobierno para responder a las críticas y acusaciones de todo tipo. Esto es, el señalamiento de males semejantes o peores en quien lanza el cuestionamiento y la negación de que lo imputado sea cierto por el solo hecho de que ellos se declaran incapaces de hacerlo.
Así, recordó primero que “en su pasado reciente nuestro país y sus ciudadanos sufrieron en carne propia las actividades ilícitas realizadas por gobiernos que utilizaron el Servicio de Inteligencia Nacional para perseguir y hostilizar a personajes públicos y sobre todo a opositores”. Lo que no constituye explicación alguna, pero es como decirles al fujimorismo y al aprismo que no pueden extender el dedo acusador en este caso porque las sombras de Montesinos y los ‘petroaudios’ los colocan en la misma liga moral que aquellos a quienes pretenden estigmatizar.
Y luego continuó: “Mi gobierno siempre ha tenido y tiene el más absoluto respeto por los valores democráticos y las libertades garantizadas en la Constitución, porque creo en ellas y porque luché para recuperarlas en su momento más crítico”. Una aseveración que puede o no ajustarse a la verdad, pero que en este trance no tiene más valor probatorio que el de una declamación lírica del tipo: “Yo que siempre he sido tan bueno...”.
Por último, como presunta conclusión del silogismo trucado, anunció: “En cuanto al supuesto seguimiento a la vicepresidenta de la República y compatriota Marisol Espinoza, rechazo tajantemente que ello se haya producido”. Y listo.
Las cosas, no obstante, no son tan sencillas. Si la sola proclamación de la propia virtud equivaliese al hecho de en efecto poseerla, todas las veces que, como en esta oportunidad, el presidente hubiera dicho: “Nosotros somos los principales interesados en aclarar estas denuncias” o algo muy semejante (revísense, por ejemplo, sus declaraciones a propósito de los casos López Meneses o Belaunde Lossio), se habrían traducido en esclarecimientos o capturas que nunca ocurrieron. Y que de un tiempo a esta parte le vienen pasando al mandatario una factura que se expresa en altos niveles de desaprobación.
Negarlo todo sin desvirtuar nada tiene, pues, los efectos que Abraham Lincoln les atribuía a las falacias políticas: puede engañar a todo el mundo por un tiempo o engañar a algunos todo el tiempo; pero jamás podrá engañar a todos eternamente.