Juan Huaripata, de 28 años, apuñaló a su pareja Jesica Tejeda y mató a dos de sus hijos, en la madrugada el último domingo, en El Agustino. (Joseph Ángeles/GEC).
Juan Huaripata, de 28 años, apuñaló a su pareja Jesica Tejeda y mató a dos de sus hijos, en la madrugada el último domingo, en El Agustino. (Joseph Ángeles/GEC).
Editorial El Comercio

A Jesica Tejeda Huayanay , en el distrito de El Agustino, la madrugada del último domingo. Su asesino y pareja, Juan Huaripata, la atacó a ella, a su hijo de 15 años que trató de defenderla (y que también falleció) y a otro de 9 que corrió a esconderse con los vecinos. Un tercer menor, de apenas 3 meses de edad, murió a causa del incendio que Huaripata provocó en el lugar, mientras que la última, de 2 años, se encuentra grave producto del humo que inundó la vivienda.

Según el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), Huaripata no registraba denuncias por violencia –aunque amigos cercanos de Jesica han asegurado que ella sí era agredida pero se rehusaba denunciarlo–. Y, la verdad, es que uno no puede dejar de pensar en si el hecho de que Jesica hubiese reportado a las autoridades alguna agresión por parte de su pareja habría evitado el desenlace trágico de hace dos días. Uno puede especular, por supuesto, pero hay pocas razones para creer que habría sido diferente.

A Cinthia Oblitas, por ejemplo, la balearon en julio, y a pesar de que su asesino y expareja, Juan Félix –suboficial de la policía–, tenía prohibido acercársele. Cinthia había denunciado a su asesino hasta en seis ocasiones en comisarías distintas. En abril, Estefanny Flores fue estrangulada por su expareja, Jorge Falcón, y de haber pedido garantías para su vida que nunca llegaron. Pero quizá el caso más estridente es el de Lucía Ceras, que falleció en agosto a manos de Julio César Moscol, su conviviente, .

En el caso de Jesica, además, los vecinos han manifestado que la policía no acudió a tiempo, pese a las llamadas y a que hay una comisaría ubicada a menos de 300 metros del sitio de la barbarie. Estas y otras contradicciones –un vecino, por ejemplo, asegura que él redujo al asesino, mientras que la policía ha afirmado que fueron sus efectivos– deben investigarse, pero, como es obvio, nada le devolverá la vida a Jesica ni a las otras 159 mujeres que, en lo que va del año, han sido víctimas de feminicidio.

En efecto, a una semana de culminar el año, el Perú , 11 más que en el 2018 –que era, hasta ahora, el récord– y el número más elevado desde que el Estado empezó a contar este tipo de crímenes en el 2009. En cuanto a las tentativas, la estadística no mejora. Hasta noviembre, el MIMP anotaba 375 casos, nuevamente el pico más alto desde que se lleva registro. Y si vemos el total de denuncias atendidas en los centros de emergencia mujer (CEM), entre física, psicológica y sexual, el panorama es igual de desolador. Hasta el 30 de noviembre, los CEM habían atendido 165.652 casos, más de 30.000 comparados con el año anterior y, una vez más, el número más alto de los últimos tiempos. En el 2019, como se ve, el país ha roto más de un récord en lo que respecta a violencia de género.

Por supuesto, uno podría argumentar que el incremento de casos no necesariamente es negativo, pues podría traducirse en un mayor número de mujeres que ha decidido denunciar ataques que antaño morían en el silencio. El tema, sin embargo, es qué hace el Estado con esas demandas y cuánta protección efectiva puede darle a mujeres que, como Cinthia o Lucía, denuncian y denuncian sin que nada cambie.

Cierto es que, en los últimos tres años, ha habido muchos avances, especialmente desde la ciudadanía, que ha tomado más participación y conciencia con iniciativas como #NiUnaMenos. Sin embargo, poco cambiarán las estadísticas si las autoridades (Gobierno, policía y jueces) no reman con la misma intensidad, y si seguimos apañando discursos políticos que rechazan cualquier educación con enfoque de género o que creen que las víctimas de violencia sexual “no son tantas”.

Hoy, que es Nochebuena, hay 160 mujeres que nos hacen falta, producto de un mal con ribetes medievales que todavía se arrastra entre nosotros. Un mal que debimos desterrar hace mucho pero que, desgraciadamente, cada año parece ganarnos la batalla.