Editorial El Comercio

En los últimos días ha quedado en evidencia que las se encuentran amenazadas.

El miércoles, un juzgado del país centroamericano del Movimiento Semilla, la organización política que, contra todos los pronósticos, aupó al candidato a la segunda vuelta electoral programada para el próximo 20 de agosto. Se trató, a todas luces, de una decisión escandalosa, pero en absoluto sorpresiva, pues el propio Arévalo había advertido hace dos semanas, con el diario “El País”, que una inhabilitación en su contra era posible (“hay un caso espurio que sabemos que están montando [...], nosotros sabemos que el sistema no se va a quedar tranquilo”, afirmó).

En la tarde de ayer, sin embargo, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala decidió acoger un recurso presentado por los abogados de Semilla para el veto contra Arévalo, con lo que este vuelve –al menos momentáneamente– a estar en carrera para el balotaje en el que se medirá contra la ex primera dama Sandra Torres. Pero sería un error creer que esto significa que todo ha vuelto a la normalidad. Por dos razones principales.

En primer lugar, porque las muestras de que se busca afectar el proceso electoral guatemalteco van mucho más allá de lo ocurrido con la candidatura de Arévalo. Recordemos, por ejemplo, que luego de conocerse que este había accedido a la segunda vuelta las autoridades ordenaron un llamativo en una decisión que motivó la preocupación de la Unión Europea, la OEA y Estados Unidos porque se estuviera tratando de desconocer el mandato de las urnas. O que en los meses previos a la primera vuelta tres candidatos con altas chances de ganarla fueron excluidos de la contienda por el organismo electoral del país centroamericano en decisiones bastante controversiales.

Y, en segundo lugar, porque las irregularidades que se han acumulado en torno a estos comicios son la expresión más clara (pero de ninguna manera la única) de la situación en la que se halla la democracia guatemalteca. Y, como sabemos, pocas cosas hay tan características de los autoritarismos, además de su vocación por meter sus manos en los procedimientos electorales, que el acoso a la prensa.

Hace un mes, como seguramente muy pocos recuerden, fue condenado en Guatemala el periodista , considerado por muchos uno de los más influyentes en la historia reciente del país centroamericano, acusado de haber lavado alrededor de US$38.000. Durante su juicio, sin embargo, sus perseguidores no pudieron probar el supuesto origen ilícito del dinero y no dejaron que el periodista presentara pruebas que acreditaban su inocencia, entre otras anomalías. Por lo que los motivos de su condena a seis años de prisión parecen encontrarse en el hecho de que el medio que Zamora dirigía desde hace casi tres décadas y que se vio forzado a cerrar en mayo pasado, “El Periódico”, había destapado casi 150 casos de presunta corrupción en el gobierno de .

Según la Asociación de Periodistas de Guatemala, además, desde que Giammattei llegó al poder en el 2020 se han registrado más de 470 episodios de hostigamiento, agresiones físicas, intimidación y censura contra la prensa.

Tristemente, Guatemala no parece constituir una excentricidad en Centroamérica. En los últimos años, la democracia en su vecino austral, El Salvador, ha retrocedido dramáticamente bajo la administración de , quien no solo ha emprendido una ofensiva contra un medio crítico como “El Faro”, sino que ha anunciado que optará por la reelección , pese a que la legislación actual no se lo permite. Un poco más al sur, en Nicaragua, la dictadura asesina que encabezan y Rosario Murillo ha encarcelado y deportado periodistas a granel mientras se afianza en el poder. Y ni qué decir de la satrapía que tiene cautiva a Cuba desde hace más de seis décadas.

Sería un error que América Latina mirara para otro lado mientras el viraje antidemocrático de Guatemala se acentúa. Y lo que viene ocurriendo con las elecciones presidenciales de ese país deberían ser motivo más que suficiente para no quitarle los ojos de encima.

Editorial de El Comercio