Esta semana, el Congreso ratificó en segunda votación la reforma constitucional que elimina la inmunidad parlamentaria; un mecanismo cuya concepción podría entrañar cierta lógica desde la teoría, pero que –en la práctica– había terminado instrumentalizándose para garantizar la impunidad y fomentar la cultura del ‘otoronguismo’ entre los legisladores de los distintos Parlamentos durante los últimos años.
Los cambios en la inmunidad parlamentaria, curiosamente, eran una demanda de la ciudadanía desde hacía varios años (un 78% de encuestados pedía que se eliminase, según una encuesta de El Comercio-Ipsos de noviembre del 2019) y, para ser honestos, la decisión puede contabilizarse como uno de los poquísimos aciertos de la actual representación nacional. Pero ni siquiera por todo lo anterior, la medida consiguió salir adelante de manera consensuada: se opusieron a ella los legisladores Manuel Merino (Acción Popular), Édgar Alarcón (Unión por el Perú), Richard Rubio (Frepap) y 10 integrantes de Fuerza Popular. A estos, debemos sumar la abstención de Carlos Almerí (Podemos Perú).
La medida modifica el artículo 93 de la Constitución, de modo que ahora la Corte Suprema será la encargada de revisar los casos de delitos comunes imputados a congresistas durante su mandato (hasta ahora dicha facultad estaba reservada para el Legislativo). Mientras que los delitos cometidos por un legislador antes de acceder al cargo serán competencia del juez penal ordinario. De esta manera, quedan enterradas las célebres inmunidades ‘de proceso’ y ‘de arresto’ que tanta indignación levantaron en nuestro país en los últimos años. Cabe acotar que estos cambios normativos aplicarán también para los magistrados del Tribunal Constitucional (TC) y para el defensor del Pueblo.
Por otro lado, los parlamentarios seguirán contando con el antejuicio político regulado en el artículo 99 de la Carta Magna, que impide que sean acusados por delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones y hasta por cinco años después de haber dejado el hemiciclo, y seguirán contando con el derecho de inviolabilidad por sus opiniones y por sus votos emitidos mientras desempeñan sus labores. Prerrogativas, a decir verdad, con las que difícilmente podríamos estar en desacuerdo porque reservan un poco de protección para los legisladores ante la posibilidad de que sean perseguidos por móviles políticos.
Con estas modificaciones, en fin, podremos ahorrarnos espectáculos bochornosos como al que asistimos, por ejemplo, en los primeros meses del 2019, cuando una mayoría del Parlamento disuelto se negó tozuda y arbitrariamente a levantarle la inmunidad de arresto al legislador Edwin Donayre (hoy recluido por robo de combustible) a pesar de la solicitud del Poder Judicial, o como el que vimos a mediados de ese mismo año, cuando la Comisión de Levantamiento de Inmunidad Parlamentaria rechazó –gracias a los votos de sus compañeros de bancada– el pedido de la Corte Suprema para procesar penalmente a Betty Ananculí (Fuerza Popular) por mentir en su hoja de vida. De hecho, según un análisis publicado por este Diario en mayo del 2019, desde 1990 el pleno del Congreso aprobó menos del 10% de los pedidos de levantamiento de inmunidad que recibió.
Por supuesto que, aunque la coraza de la inmunidad parlamentaria haya caído, uno podría pensar que todavía existen ciertos espacios para que los congresistas continúen protegiéndose entre ellos mismos o blindando a funcionarios de otros poderes. Y tendría toda la razón. Después de todo, blindajes se pueden seguir consumando desde la Comisión de Ética (como, de hecho, viene ocurriendo) o al momento de disponer el levantamiento del antejuicio político de altos cargos (como ocurrió hace dos años con el ahora exfiscal Pedro Chávarry). Pero lo logrado esta semana es un paso importante para avanzar hacia la extinción del famoso “otorongo no come otorongo”.
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