Han pasado ya cinco años del fatídico ‘baguazo’, donde murieron 10 indígenas awajun y 23 policías, y recién ha comenzado el juicio oral sobre el caso en la Sala Penal Liquidadora de Bagua. Es de esperar que se identifique a los responsables directos de la violencia con elementos probatorios sólidos.
No figuran en el proceso, sin embargo, los responsables indirectos de la matanza. Y puede que ello sea porque su participación no calce directamente en algún tipo penal. No por eso, empero, debieran escapar al juicio de la memoria ciudadana. Nos referimos, desde luego, a quienes sembraron en la zona las insidiosas mentiras que permitieron que las cosas escalaran al nivel de beligerancia que desembocó en la matanza. La matanza, esto es, de 33 personas, incluyendo el degollamiento de 9 de ellas (policías desarmados) y la desaparición del mayor Felipe Bazán, a quien vimos por última vez cuando, con evidentes señas de haber sido brutalmente golpeado, era conducido por un grupo de indígenas a un paradero del que nunca más volvió.
En efecto, como se recordará, la causa aparente detrás de las movilizaciones de las etnias amazónicas en Bagua fueron dos decretos legislativos –el 1090 y el 1064– dados casi un año antes por el gobierno de Alan García. Se decía que los indígenas protestaban por el derecho que les daban los tratados de la OIT a ser consultados ante cualquier decisión que pudiera afectar sus modos de vida y derechos. Sin embargo, quienes como este Diario estuvimos en Bagua por aquellos días escuchamos de boca de los propios nativos razones bastante más concretas: estaban en pie de guerra porque entendían que los decretos en cuestión los despojarían de sus tierras y depredarían sus bosques por intermedio de voraces multinacionales y otros agentes.
¿De dónde vino esa idea? Ciertamente, nadie parecía poder señalar qué artículos específicos de los decretos que lograrían algo semejante. Y, sin embargo, ahí estaban la Aidesep y varias otras ONG, los obispos de la Amazonía (que emitieron dos comunicados) y una serie de radios, y hasta varios congresistas del hoy gobernante Partido Nacionalista, predicando que estos decretos acabarían con la expulsión de los nativos de sus tierras (además, por supuesto, de formar parte de un sistema económico expoliador).
Únicamente hubo una ONG que, dos días antes del ‘baguazo’, se animó a concretar su acusación: el Decreto Legislativo 1090 –la Ley Forestal y de Fauna–, dijo, facilitaba el cambio de uso de las tierras forestales, pues volvía suficiente para que este se diera que fuera autorizado “por la Autoridad Nacional Forestal y de Fauna Silvestre”. Sin embargo, esta suspicacia ya había sido resuelta por el Congreso, que cinco meses antes del ‘baguazo’ dio una ley (la 29317) que especificaba: “No habrá cambio de uso en las tierras que pertenecen al patrimonio forestal cualquiera sea su categoría, salvo cuando se trate de proyectos declarados de interés nacional en cuyo caso la autoridad encargada de determinar la procedencia del cambio de uso es el Ministerio del Ambiente en coordinación con la entidad del sector público correspondiente...”.
La Defensoría del Pueblo, por lo demás, argumentó falazmente una variante de la acusación anterior, sosteniendo que el 1090 excluía de la condición de recursos forestales –es decir, naturales– a las plantaciones forestales y a las tierras cuya capacidad de uso mayor fuese forestal. Esto iba en directa contradicción con lo que decía el artículo 2.1 del mismo decreto: “Son recursos forestales los bosques naturales y las tierras cuya capacidad de uso mayor sea de protección forestal y los demás componentes silvestres de la flora terrestre y acuática emergente, cualquiera sea su ubicación en el territorio nacional”.
Como en Conga, pues, en Bagua fue suficiente una mentira hecha con alevosía y buenos altavoces para que estallará la violencia. Es verdad que, a diferencia de Conga, en Bagua no hubo un peritaje hecho por técnicos independientes que certificase la mentira, pero este tampoco era necesario: bastaba con leer el propio texto de los decretos en cuestión.
Naturalmente, en ambos casos, la mentira cayó sobre terreno fértil: sobre antiguas –y muchas veces fundadas– sensaciones de injusticia vividas por los campesinos y las etnias amazónicas frente a las mineras y el Estado, respectivamente. Pero ello no quita responsabilidad a los que las perpetraron. De hecho, si algo, les agrava la responsabilidad: ellos dijeron lo que dijeron sabiendo que era muy posible que la situación escalara. Después de eso, la torpeza gubernamental expresada en la operación con la que se buscó despejar la zona solo ayudó a la agenda de los agitadores.
Conforme veamos las imágenes del juicio en las semanas que siguen, entonces, los peruanos deberíamos tener muy en cuenta que falta, entre los acusados, una simbólica, pero enormemente importante, silla vacía.