El crecimiento exponencial de los últimos años ha producido, entre tantas otras nuevas realidades, la de un Estado que ha multiplicado sus recursos sin que se hayan fortalecido en paralelo las instituciones que deberían servir para fiscalizar el buen manejo de los mismos, descubriendo y castigando los casos de corrupción. El caso ha sido especialmente grave en el interior del país, donde las instituciones son particularmente frágiles, donde los reflectores de la prensa son menos fuertes y donde la multiplicación de los ingresos ha sido descomunal: en el 2004 las transferencias que recibían los gobiernos regionales y locales por canon y otras categorías sumaban un total de S/.3 mil millones, mientras que en el último año han alcanzado la cifra de S/.29 mil millones. Es decir, casi han llegado a multiplicarse por diez en el transcurso de una década.
El resultado de esta combinación de bolsillos fuertes con instituciones débiles (y la consiguiente impunidad) ha sido predecible: muchos gobiernos regionales y locales se han vuelto arcas abiertas por las que constantemente luchan mafias que, conforme ha ido subiendo el premio que pueden llegar a obtener, han ido recrudeciendo también los métodos que están dispuestas a emplear para alcanzarlo. Y así hemos visto surgir al crimen político como algo sistemático en algunas regiones del país, siendo los recientes ejemplos de Áncash y Tumbes particularmente escandalosos por los extremos alcanzados. Parece tratarse de territorios sin ley donde diferentes señores de la guerra (política) luchan con todas las armas, incluyendo a menudo la del asesinato, por los recursos del poder. Todo esto sin que la policía, el Ministerio Público o el Poder Judicial, para citar solo algunos ejemplos, puedan –o incluso en algunos casos quieran, puesto que son muy numerosas las denuncias tanto de sobornos como de amedrentamientos– hacer nada para evitarlo.
Naturalmente, la solución final y estructural a este tipo de problemas pasa por el famoso fortalecimiento institucional que tanto necesita el país, a todo nivel. Desde el de los partidos políticos, que permita una militancia activa y fiscalizadora, de modo que cada elección no tenga que ser entre múltiples y desconocidos caudillos surgidos para la ocasión y que no tienen que responder a más estructuras que las de sus apetitos personales; hasta el de todas las instituciones antes mencionadas. Pero claro, si este fortalecimiento institucional es, como hemos dicho, “famoso”, no es por gusto, sino más bien por la cantidad de tiempo que tiene encima del tapete nacional como necesidad impostergable, pero siempre postergada. No podemos, pues, confiar en la llegada del fortalecimiento de nuestras instituciones para dar las urgentes soluciones que estas situaciones desbordadas requieren. Se necesitan respuestas ad hoc que puedan tener efectos rápidamente, aunque solo funcionen como “parches” mientras llegan las estructurales.
En este sentido son varias las cosas que pueden hacerse. Por lo pronto, habría que vigorizar los términos y plazos en los que el Ministerio de Economía puede congelar las cuentas de gobiernos subnacionales cuando los indicios de corrupción sean masivos y claros, permitiéndole no solo congelar sino también manejar las cuentas de manera temporal. Esta intervención podría someterse a un control posterior por parte del Poder Judicial o el Congreso y – por cierto– debería poder aplicarse también en los casos de manifiesta rebeldía de las autoridades subnacionales frente al orden constitucional.
Luego habría que fortalecer la contraloría, una institución que en términos generales viene funcionando con cierta autonomía y confiabilidad, frente a estos gobiernos, haciendo que quienes contraten y paguen a los auditores de los mismos no sean ya sus propias autoridades, sino la mencionada contraloría.
Asimismo ayudarían algunas reformas electorales, como la prohibición de la reelección inmediata también en el ámbito regional, de forma que aumenten las probabilidades de que cada autoridad piense que a su mandato seguirá el de alguien diferente que podría investigarlo.
Otra decisión a la medida tendría que ser el cambio de las fuerzas policiales, fiscales y judiciales que trabajan en los lugares donde el crimen y la corrupción política se ha desbordado ya crónicamente, haciendo que sean rotados y reemplazados por elementos nuevos que no tengan posibilidades ni de haber sido captados por las fuerzas de presión locales ni de estar desmoralizados (como ha de ser, comprensiblemente, el caso de quienes son honestos servidores de la ley en Áncash, por ejemplo) ante la victoria absoluta que viene teniendo en ellos la corrupción.
Ninguna medida de este tipo, ciertamente, bastará por sí sola, pero acaso varias juntas sí puedan hacer una diferencia en el corto plazo. Lo que en ningún caso se puede hacer es dejar la solución del enseñoramiento de mafias de la política en regiones enteras del país, para los días en que, por ejemplo, se haya ya reformado el Poder Judicial. Los sangrados, en la política igual que en la medicina, hay que tratarlos por emergencias.