Editorial: Perdiendo el control
Editorial: Perdiendo el control

Aclarar las razones por las que el titular de una entidad que supervisa, vigila y verifica la correcta aplicación de las políticas públicas y el uso de los recursos y bienes del Estado debe conducirse con objetividad en el ejercicio de su cargo es ocioso. Y sin embargo, el actual contralor general de la República, Edgar Alarcón, parece ignorarlas.

Hace dos días, en efecto, el referido funcionario prestó declaraciones a una radio sobre la cuestionada –y ahora suspendida– adquisición de computadoras para el Congreso en las que, tras señalar varios de los problemas que la compra entrañaba, concluyó: “Estamos haciendo ruido por 5 millones en el Congreso, pero han sido 2.914 millones hacia atrás” (la segunda cifra alude al total de lo gastado por el Estado, entre el 2012 y noviembre de este año, en adquisición de equipos multimedia bajo el concepto de convenio marco)… Como si establecer la gravedad relativa de las eventuales irregularidades detectadas en tal o cual operación de las instituciones a las que tiene que supervisar fuera parte de su responsabilidad.

Como decíamos, además, momentos antes Alarcón había revelado dos detalles relacionados con la adquisición que arrojaban nuevas sombras sobre ella: primero, que a pesar de que en las propias bases del Congreso se decía que el proveedor al que se le adjudicase un contrato de esta naturaleza debía tener tres años de actividad en el rubro, la experiencia del elegido en este caso solo llegaba a los dos años y tres meses. Y segundo, que en el Plan Anual de Adquisiciones del 2017 se hablaba de 260 computadoras y que, sin que mediara modificación alguna del mismo, ese número había sido incrementado a 980.

¿Qué fue lo que lo impulsó a agregar a ese adecuado establecimiento de los ingredientes sospechosos de la operación la consideración de que se estaba fundamentalmente ‘haciendo ruido’ a propósito de ella? La respuesta a tal pregunta, por cierto, solo puede ser especulativa, pero la verdad es que quienes han sugerido que detrás de esa conducta podría existir una voluntad de congraciarse con el fujimorismo –de cuyas filas provienen las actuales presidenta y primera vicepresidenta del Parlamento– tienen bases para su hipótesis.

Para empezar, cabe recordar que, hace solo un mes y en el contexto de la compra de computadoras sospechosa de corrupción del Ministerio de Educación, Alarcón rebasó también los límites de su encargo y opinó sobre la responsabilidad política que podía alcanzar a Jaime Saavedra. “En cualquier decisión de la administración o gerencia de cualquier institución, al final la responsabilidad política no escapa al titular”, sentenció en aquella oportunidad. Y en Fuerza Popular, empeñada ya entonces en el licenciamiento del ministro en cuestión, se hicieron alborozadamente eco de esa impertinente intervención.

En la compra que aquí nos ocupa, empero, se ha apresurado a eximir de igual tipo de responsabilidad a la presidenta del Congreso, Luz Salgado; y su dedo ha apuntado, más bien, al encargado de logística del Legislativo. “Él ingresa las necesidades, ve las ofertas de los proveedores y tiene que ver si este proveedor cumple o no los requisitos”, ha aseverado. Para finalmente añadir: “Eso no la va a hacer, pues, la presidenta del Congreso, el oficial mayor, [o] la gerente de administración”. Una apreciación que, a nuestro juicio, se ajusta a la realidad de los hechos… Pero que en el caso de Saavedra no dispensó con igual rigor.

Como es de conocimiento público, ayer finalmente el Parlamento decidió suspender la controversial compra de computadoras (basándose precisamente sobre las advertencias de ‘riesgo’ que mencionaba el informe de contraloría al respecto), confirmando en la práctica que el ‘ruido’ que se estaba haciendo sobre el particular era justificado y dejando a muchos en una situación incómoda.

Quien más descolocado ha quedado con esa decisión, sin embargo, es el contralor general de la República, quien pareció perder por un momento la objetividad que su cargo requiere y ahora, sin duda, se dispone a sufrir las consecuencias políticas de ello.