Editorial: Pide al Senado que vuelva
Editorial: Pide al Senado que vuelva
Redacción EC

El presidente de la Comisión de Constitución del Congreso, , ha insistido recientemente en la necesidad de que el dictamen sobre el retorno a la sea incluido pronto en la agenda del pleno. “Es un tema que se va a dar; por lo menos se pondrá en agenda”, expresó este lunes en una entrevista radial.

Su optimismo, sin embargo, corre el riesgo de verse frustrado por la poca popularidad que la iniciativa en cuestión convoca en la ciudadanía y, en consecuencia, entre los legisladores de todas las bancadas que anteponen la sintonía con los votantes a cualquier consideración principista o de beneficio para el país en el largo plazo.

La reflexión espontánea que muchos electores se hacen a propósito de esta materia es que si con solo una cámara han terminado muchas veces financiando con sus impuestos a una caterva de ‘comepollos’, ‘comeoros’ y ‘robacables’, la creación de una segunda duplicaría el problema. Un razonamiento más detenido, no obstante, revela las arbitrariedades implícitas en esa forma de ver las cosas.

Por un lado, la llegada de postulantes inadecuados y de probidad cuestionable al Parlamento tiene que ser solucionada de un modo cabal –que requiere reformas electorales de las que ya hemos hablado en estas páginas– y no a través del ‘control de daños’ que supone mantener el número de los potenciales indeseables reducido a su mínima expresión.       

Y por otra parte, la creación de un Senado –que en nuestro caso significaría volver a una fórmula ya conocida– reportaría beneficios para el funcionamiento de la democracia no tan fáciles de distinguir a primera vista.

Para empezar, contribuiría con la división de poderes y los contrapesos que son consustanciales y necesarios para la salvaguarda de las libertades individuales. Particularmente, si se establece que las elecciones de los representantes para cada cámara se produzcan en momentos distintos, porque así se impide que el Legislativo sea dominado por una mayoría que responda a una coyuntura específica y trate de imponer su agenda en esas circunstancias. Con una conformación diferente –en materia de mayorías y minorías– en la Cámara de Diputados y en la de Senadores, ese escenario sería mucho menos probable pues la negociación política –en el mejor sentido de la expresión– y el acuerdo entre las diversas fuerzas resultarían indispensables.

El regreso del Senado extendería también el recorrido de una ley antes de su aprobación, permitiendo que tanto los legisladores como la ciudadanía den espacio a la ecuanimidad y a las reconsideraciones que aquella pudiera merecer, una vez amainada la tormenta política que acompañó a su formulación. 

El ejemplo que siempre viene a cuento a propósito de esta virtud del sistema bicameral es el del enfriamiento del intento de estatización de la banca producido en 1987, durante el primer gobierno de . En aquella ocasión, lo que había sido aprobado en un solo día en la Cámara de Diputados, fue desactivado tiempo después –y tras un largo debate– por el Senado.

Cabe preguntarse, en ese sentido, qué habría sucedido, por ejemplo, con la derogada norma sobre la obligatoriedad de los aportes provisionales de los independientes si hubiese tenido que someterse a la revisión de una cámara alta, y cuánta agitación social nos habríamos ahorrado de esa manera. Es verdad que el orden vigente dispone la doble votación en el Congreso para las normas especialmente controversiales. Pero igualmente cierto es que, por presión política de la mayoría o comodidad, una gran cantidad de ellas es exonerada de ese trámite.

En lo que concierne a las resistencias, aparte de la ya mencionada sobre la temida multiplicación de los parlamentarios caradura, la iniciativa de volver a la bicameralidad enfrenta, en esencia, dos. Una estrictamente política, ejercida por quienes, más de veinte años atrás, aprobaron su liquidación y no quieren ahora dar la impresión de que se equivocaron. Y otra de tipo ‘económico’, que objeta los costos adicionales que el incremento de la representación nacional generaría para el erario público. 

Ambas, sin embargo, son deleznables. La primera porque deriva solo del afán de un partido o sector por no ver lastimada su autoestima política. Y la segunda porque los mentados costos no son en realidad tan abultados. Sobre todo si se los pone en contexto con los beneficios que reportaría el retorno de la madurez que un Senado representa. Una madurez que, habida cuenta de la forma en que se quiere esquivar el debate de esta iniciativa, hace falta en nuestro Poder Legislativo.