Convivir en sociedad no es tarea sencilla. La libertad y los intereses de unos colisionan de manera constante con la libertad y los intereses de otros. Las comunidades, entonces, tienden a recurrir al desgobierno y a la ley del más fuerte y del más dispuesto a usar la violencia, donde la justicia y las libertades individuales ceden el paso a la intimidación y el abuso.
Ejemplos de esto último sobran en el Perú de los años recientes a raíz de las llamadas protestas sociales que se extienden por el territorio nacional a ritmo creciente. Desde el frente presuntamente ambiental, por ejemplo, las manifestaciones en contra del proyecto minero Conga –que se basaban en una demostrada mentira sobre la falta de agua luego del trasvase de las lagunas– dejaron diez muertos, varios millones de dólares perdidos en inversiones, una región en recesión, y la sensación de que en el Perú tiene la razón quien grita más fuerte.
En una nota similar pero más reciente, los ciudadanos que se oponían al proyecto Tía María hicieron sentir su voz en protestas que ya van dejando cuatro fallecidos y que ocasionaron el cierre de las principales carreteras de la región, la suspensión de clases escolares, la interrupción de servicios públicos y comerciales, y cuantiosos daños económicos. Por supuesto, Conga y Tía María no son los únicos casos. Los habitantes de las regiones donde grupos organizados se levantaron en contra de los proyectos mineros de Espinar (Cusco), Santa Ana (Puno) y Cañariaco (Lambayeque), entre otros, han sido también testigos de las consecuencias que las ‘protestas sociales’ traen para la vida en comunidad.
Las manifestaciones en contra de proyectos mineros por motivos ambientales, sin embargo, están lejos de agotar las motivaciones de las protestas que interrumpen la estabilidad social y el Estado de derecho a lo largo del país. Hace apenas unos días, en Marcona, los reclamos de los manifestantes contra Shougang –que dejaron atrás un muerto, carreteras bloqueadas y edificios saqueados– incluían la recontratación de trabajadores despedidos, la provisión de agua potable para el distrito y la reducción de tarifas de energía eléctrica. En Andahuaylas, un error de lectoría de la Empresa Sur Este para la facturación en los recibos de electricidad ocasionó una protesta masiva que obligó a paralizar la ciudad. En Arequipa, cientos de pobladores tomaron el puente Añashuayco durante un paro por el recorte del canon minero para la región. En Ica, productores algodoneros del valle de Pisco interrumpieron el tránsito de la Panamericana Sur para exigir compensaciones por los efectos de los tratados de libre comercio, evitar los remates de tierra y demandar un precio de S/.130 por quintal de algodón rama. La lista sigue y es larga.
Pero es justamente para evitar que los reclamos ciudadanos –legítimos o no– escalen a situaciones de convulsión social y violencia que el país cuenta con instituciones responsables de canalizar los intereses en conflicto e implementar soluciones acorde a la ley y al Estado de derecho. ¿Para qué existen, si no, las autoridades regionales y municipales, el Congreso, la Defensoría del Pueblo y el mismo gobierno que elegimos cada cinco años?
El Perú parece haberse habituado ya a resolver disputas de todo tipo a través de la ‘protesta social’, que en muchos casos no es más que un grupo de personas con intereses particulares amenazando con violencia si sus demandas no son cumplidas. Los mecanismos de representatividad y seguridad que la democracia ofrece parecieran no existir. Y una democracia que prescinde de los canales institucionales para solucionar los conflictos que dentro de ella emergen no es una democracia. Por otro lado, poco ayuda a la causa de la necesaria reforma y mejora de estos canales el que resulte tan fácil –y tan rentable– saltárselos.
En la medida en que los ciudadanos prefieran patear el tablero antes que utilizar de manera responsable los canales democráticos, y que este camino continúe siéndoles exitoso, es poco lo que se puede esperar en términos de convivencia pacífica y funcional. James Russell, poeta estadounidense del siglo XIX, decía que la democracia otorga a cada uno el derecho a ser el opresor de sí mismo. En el Perú, parece también otorgar el derecho a ser opresor de los demás.