Lo mejor de las medidas hasta ahora anunciadas para devolver a nuestra economía el empuje que hasta hace no tanto la hacía la envidia del subcontinente es esto: la mayoría de ellas parece apuntar a liberar la economía. Es, ciertamente, el caso del desmontaje gradual del sistema de percepciones y detracciones, de la eliminación del incentivo perverso en las entidades fiscalizadoras que toman sus multas como ingresos propios, de la racionalización de las tasas creadas por los municipios y de las kafkianas inspecciones técnicas de seguridad que realiza el Indeci, entre otras.
Es decir, son medidas que buscan descargar a la iniciativa empresarial de los pesos que hoy la constriñen y apagan. Lo que significa que el Gobierno entiende bien que es esta iniciativa la que, por así decirlo, jala hacia adelante la carreta de la economía.
Lo más preocupante de las medidas anunciadas, en cambio, es esto: este no es el primer paquete de este tipo que el Gobierno anuncia y sucede que los anteriores no solo no representaron ningún cambio especialmente significativo, sino que, de hecho, no impidieron que luego el mismo Gobierno diera nuevas medidas desaceleradoras.
Esto último es muy preocupante porque significa que las medidas no van a poder producir lo que, según el ministro de Economía, es su principal objetivo –generar confianza– en el corto plazo, sino que habrá que esperar a que se implementen sin que el Gobierno deshaga con una mano (o boca, volviendo a reivindicar al dictador Juan Velasco en el relanzamiento de la refinería de Talara, por ejemplo) lo que intenta hacer con la otra.
En efecto, si la inversión privada ha dejado de crecer a tasas de dos dígitos para pasar al 1,6% del primer trimestre de este año, ello no es exclusivamente a causa de la caída de los precios de los minerales, como lo pintan algunos voceros oficiales. El Gobierno ha hecho bastante de su parte para crear los obstáculos que hoy quiere remover y para debilitar la confianza. Los ejemplos de regulaciones controlistas o populistas aprobadas por el Gobierno o apoyadas por su bancada en el Congreso abundan y atraviesan, según lo ha ido reseñando caso por caso este Diario a lo largo de los últimos tres años, los sectores más disímiles: la educación (inicial, escolar y universitaria), el ‘retail’ (para cuyas promociones, inverosímilmente, llegó a dictar un reglamento el Ministerio del Interior), el sector farmacéutico, las AFP, la comida rápida, los seguros, los hidrocarburos, el agro, etc.
Por otra parte, los ejemplos de normas transversales (ya no solo sectoriales) antiinversión (al menos antiinversión formal) también han sido numerosos y significativos. Por ejemplo, en un país donde el 68% de la población ya era contratada en la informalidad, ¿a quién se le puede ocurrir crear una ley de seguridad y salud en el trabajo que exige a las empresas contratar a un médico ocupacional para prevenir cualquier enfermedad; realizar un examen médico a cada trabajador cuando ingresa y cuando se retira, además de anualmente; y proveer de cuatro capacitaciones anuales a los trabajadores con los exámenes correspondientes? En el mismo sentido, si una parte muy grande de nuestro PBI se produce en la informalidad, ¿cómo se puede dar nuevas facultades más bien discrecionales a la administración tributaria para tratar como narcotraficantes a quienes acuse de evasión? Y, ¿bajo qué criterio de realidad se dicta una norma que fija el estándar de calidad del aire exigido para los estudios de impacto ambiental en un nivel cinco veces más exigente que el país más adelantado del mundo en la materia (Japón) y 12 veces más gravoso que el de nuestro más cercano competidor minero (Chile)?
No dudamos, pues, de que vayan en el sentido correcto y sean muy positivas la gran mayoría de las medidas hasta ahora anunciadas (aunque no vayan suficientemente a fondo, como iría, por ejemplo, emprender una reforma de nuestra muy rígida legislación laboral, y no solo del esquema que regula a la entidad a cargo de fiscalizarla). Dados los antecedentes, sin embargo, es inevitable que este vaya a ser un caso de ver para creer. Y lo decimos, tómenos la palabra, con todas las ganas de creer.