Difícilmente la jornada que vivimos los peruanos ayer podrá olvidarse. Y decimos “los peruanos” porque, si bien el absurdo, injustificado e inconstitucional toque de queda que el Gobierno dictó a poco de la medianoche del lunes apenas dos horas antes de su entrada en vigor rigió solo en Lima y el Callao, el mensaje para el resto del país ha sido tan claro como alarmante: estamos todos bajo el mando de un presidente que puede dictar el enclaustramiento de toda una ciudad, y luego levantarlo, como si se estuviese cambiando de camisa.
Y en el medio, quedan triturados los esfuerzos de numerosas familias, negocios y trabajadores a los que el encierro del martes les salió muy caro, los miles de estudiantes que no pudieron asistir a sus centros educativos a poco de haber retornado a la presencialidad, los que tenían planeado aplicarse algunas de las dosis faltantes de la vacuna contra el COVID-19 y se encontraron con los centros de vacunación cerrados o los pacientes que tuvieron que aplazar sus citas médicas, entre muchos otros.
Como mencionamos ayer, a todas luces la disposición del Gobierno constituía “un atropello al Estado de derecho y a las libertades individuales”, así como un “claro intento por obstaculizar el derecho a la protesta que asiste a todo ciudadano”. Por supuesto, durante las horas que estuvo vigente, los voceros del Ejecutivo, como el ministro de Cultura, Alejandro Salas, intentaron justificar la inmovilización alegando que su imposición se encontraba estipulada en la Carta Magna. Lo que convenientemente no dicen es que el hecho de que una herramienta como esta esté contemplada en la Constitución no faculta al mandatario a que la use arbitrariamente, sin la proporcionalidad que demanda y sin haberles explicado a los ciudadanos el sustrato de una medida tan radical como peligrosa. Y esto último fue lo que ocurrió este martes cuando las alusiones de los representantes del Gobierno a gaseosos ‘informes de inteligencia’ sobre saqueos en la capital parecieron, en realidad, burdos ensayos para camuflar el miedo de un mandatario hacia la movilización del ‘pueblo’ al que él tanto dice representar cada vez que puede.
Tan evidente fue esto que, en la tarde de ayer, con la misma facilidad y con la misma pobreza de argumentos con las que había anunciado el toque de queda en la víspera, el jefe del Estado avisaba desde el Congreso que este quedaba sin efecto. Increíblemente, lo hizo solo seis minutos después de que, en la misma sesión, el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, afirmara que se encontraban evaluando la situación “minuto a minuto” y que “si en las próximas horas vemos que ese peligro va desapareciendo, no tenemos ninguna dificultad para derogar inmediatamente esa norma”. Como es evidente, no hubo ninguna evaluación para derogar la disposición, como tampoco parece haberla habido para dictaminarla. Se encerró a toda una ciudad por nada y si lo que buscaba el Ejecutivo era neutralizar la posibilidad de unas protestas cerca de Palacio de Gobierno terminó provocando exactamente lo contrario: espolear a las mismas.
Nunca deja de sorprender lo desconectada que cada semana se muestra esta administración de la realidad del país. Nunca como ayer se hicieron más evidentes los problemas que entrañan la falta de transparencia y de rendición de cuentas bajo las que el presidente Castillo ha gobernado desde que juró el cargo. Nunca más los peruanos deberíamos sufrir la restricción de nuestras libertades por la incapacidad de nuestros gobernantes para gestionar conflictos o cumplir con sus deberes de seguridad más básicos.
Por supuesto, el hecho de que este exabrupto del Gobierno haya durado apenas 15 horas de las 22 que, según se nos dijo, debía durar no exonera de su responsabilidad a los ministros que lo consintieron, por lo que correspondería que el Legislativo censure a este Gabinete. Sin embargo, en el fondo, el principal responsable de la deriva en la que se encuentra el país es Pedro Castillo. A estas alturas, su incompetencia luce ya incorregible; su presidencia, insostenible, y su renuncia, la mejor salida a la situación de desgobierno en la que nos encontramos.
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