Editorial: Sin prioridad de abordaje
Editorial: Sin prioridad de abordaje

En los últimos días de setiembre se desarrolló la para adoptar formalmente la agenda global de cara a los próximos 15 años. Los estados miembros de la ratificaron una lista de 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible con 169 metas.

Si esta cantidad de metas parece demasiado alta, es porque probablemente lo es. A manera de referencia, los , fijados para el período 2000-2015, incluían tan solo 21 metas. La marcada diferencia en el número estriba, según la ONU, en que los ODM “fueron elaborados por un grupo de expertos a puerta cerrada”, mientras que “los objetivos de desarrollo sostenible son el resultado de un proceso de negociación que involucró a los 193 estados miembros de la ONU y también la participación sin precedentes de la sociedad civil y otras partes interesadas”. 

¿No es acaso mejor tener más metas que menos? Después de todo, la gran mayoría de metas persigue fines indudablemente positivos. La respuesta es: no. Abrir el abanico de prioridades globales de una manera tan amplia es equivalente a no identificar ni priorizar en absoluto. Asimismo, la inclusión de metas como “eliminar todas las formas de discriminación contra mujeres y niños en todo el mundo” o “promover el imperio de la ley a nivel nacional e internacional” hace poco medibles y concretos los resultados reales que se esperan obtener.

¿Por qué se llegó entonces a un acuerdo tan extenso como inejecutable? . El Centro para el Consenso de Copenhague, que cuenta con la participación de cuatro ganadores del Premio Nobel en Economía, estima que enfocarse en los 19 objetivos más socialmente rentables del acuerdo lograría cuatro veces más beneficio que distribuir los US$2,5 billones comprometidos en 169 objetivos dispersos.

Además, ante los recursos limitados, ningún problema –por urgente que parezca– debe escapar de un análisis costo-beneficio que evalúe el impacto real de cada dólar invertido en solucionarlo. Esta reflexión viene al caso frente al nivel de urgencia señalado para los potenciales efectos dañinos del cambio climático. La reunión en Nueva York, de hecho, sirvió de preámbulo para las conferencias de noviembre y diciembre en París, donde se discutirán las acciones que cada país tomará al respecto.

A estas alturas del debate, el consenso científico apunta a que el cambio climático sí es consecuencia de las actividades del hombre y que su impacto sobre el planeta puede ser enorme. El Perú, incluso, sería uno de los países más vulnerables.

Luchar contra el cambio climático, sin embargo, es costoso. Implica reducir emisiones de gases contaminantes a través de procesos productivos o de consumo que finalmente elevan el precio de los bienes y servicios. Los mayores perjudicados en este caso no serán las grandes corporaciones que deberán minimizar su huella de carbono, sino los consumidores pobres que no podrán acceder a bienes más baratos, y los desempleados o empleados informales de los países en desarrollo que no encontrarán empleo de calidad como consecuencia de las trabas impuestas a la industria.

Todo ello no significa que no se deban tomar medidas contra el cambio climático, sino que –así como en el caso de los otros tantos objetivos propuestos por la ONU– este debe evaluarse en su justa dimensión, sin subestimar el problema pero tampoco los costos de enfrentarlo. Cada dólar invertido en mitigar la probabilidad de un escenario futuro con clima adverso es un dólar que se deja de usar en otros problemas globales concretos –también urgentes– como lograr el acceso universal a la anticoncepción, terminar con la tuberculosis, garantizar el acceso al agua potable, o enfrentar decididamente la malaria.

El inconveniente con las 169 metas de la cumbre es, justamente, que se omite establecer una relación clara de prioridades basadas en el impacto de cada dólar destinado a su causa. En la medida en que esto se mantenga así, los resultados de la cumbre podrían no pasar de ser un listado inaplicable de buenas intenciones.