Obnubilados por nuestra caótica situación política, los peruanos solemos dejar relegados otros problemas que merecerían mayor atención de la que les brindamos. Varios de ellos son los que conciernen a los menores de edad, un segmento de la población frecuentemente invisibilizado por los políticos, funcionarios y medios de comunicación, por el poco impacto que, a simple vista, tienen en la vida diaria del país. Ello, por supuesto, constituye un grave error.
No olvidemos que el nuestro fue uno de los últimos países en la región en lograr el regreso a la presencialidad de la mayor parte de sus estudiantes, que se les permitió a las mascotas salir a la calle antes que a los niños o que se mantuvo durante un largo e injustificado tiempo la obligatoriedad del uso de las mascarillas al interior de los salones de clase, a pesar de que la evidencia de lo ocurrido en otros países desnudaba la impertinencia de esta medida. Ahora que niños y adolescentes peruanos han retomado las clases con cierta normalidad, sin embargo, los problemas alrededor de ellos siguen lejos de terminar.
La semana pasada, por ejemplo, este Diario alertó que entre enero y octubre de este año el portal SíseVe del Ministerio de Educación (Minedu) ha registrado 205 denuncias de violación sexual en colegios de todo el país, es decir, casi cinco a la semana. Una medición espantosa. De estos, cerca de la mitad (97 para ser más exactos) fueron cometidos por “personal de la institución educativa” y el resto por otros escolares. Pero el tema no se agota allí.
Según la misma fuente, en los primeros 10 meses del año se reportaron más de 1.800 casos de ‘violencia sexual’ en las escuelas peruanas, un término que incluye episodios de acoso y hostigamiento sexual, tocamientos indebidos o violencia con fines sexuales ejercida a través de medios tecnológicos. Y esto es solo los casos reportados, pues muchos de ellos quedan sin denunciarse, lo que lleva a que los agresores continúen cerca de las víctimas, violentándolas de manera reiterada.
Pero la de la violencia sexual no es la única epidemia que ha infectado los centros educativos en nuestro país. Hace casi un mes, este Diario informó que los casos de ‘bullying’ y acoso escolar se han multiplicado por 10 con respecto al año pasado con el regreso a la presencialidad. Así, si en todo el 2021 las denuncias por ‘bullying’ ascendieron a 768, hasta octubre de este año ya se contabilizaban más de 7.600.
Casos como los de la menor de 12 años que cayó de un cuarto piso del colegio Saco Oliveros en Salamanca y que sufría ‘bullying’ constantemente o la de la madre que decidió retirar a su hija de una escuela en Breña debido a que en esta era agredida y acosada por sus compañeros constituyen apenas la punta de un iceberg cuya profundidad desconocemos porque en muchas ocasiones los padres y profesores son incapaces de detectar a tiempo episodios de este tipo. Además de ello, como explicó Matilde Cobeña, adjunta para los Derechos de la Niñez y Adolescencia de la Defensoría del Pueblo, no todas las escuelas conocen los protocolos para actuar en estas circunstancias.
Por supuesto, estos males no son patrimonio exclusivo de las escuelas, pues los niños también están expuestos a agresiones de toda índole en otros espacios, como sus vecindarios y hasta en sus propias casas. Sin embargo, no deja de ser sumamente revelador de lo mal que estamos como sociedad que el regreso a las escuelas luego de dos años de confinamiento, que debieran ser espacios de aprendizaje y donde maestros, directivos y autoridades debieran estar capacitados y atentos para detectar lo que ocurre con sus alumnos, haya venido aparejado con una ola de casos de violencia sexual y ‘bullying’ francamente pavorosa y de la que tristemente muy poco se habla (y se hace al respecto).
Si seguimos tratando los casos de violencia contra niños y adolescentes peruanos como si fueran problemas menores, como sociedad, tarde o temprano tendremos que pagar los platos rotos.