La Juventud Comunista del Perú, brazo juvenil del partido Patria Roja, anuncia para el martes 20 una conferencia en su local a cargo del genial caricaturista Carlos Tovar, más conocido como ‘Carlín’. Contra lo que se podría pensar, sin embargo, la conferencia no versará sobre el arte de las caricaturas.
La charla se anticipa más bien de carácter económico, pues lleva por título “La lucha de los trabajadores por una vida mejor” y abordará sin duda una vieja tesis de Tovar: la jornada laboral de cuatro horas. En una reciente entrevista, ‘Carlín’ sintetiza su propuesta así: “Si la tecnología suprime empleos, tenemos dos opciones. O nos cruzamos de brazos, o hacemos lo único racionalmente posible: repartir, entre todos, el empleo escaso. ¿De qué forma? Haciendo que quienes tienen actualmente un empleo trabajen menos horas”. Y más adelante aclara que las remuneraciones, no obstante, tendrían que seguir siendo las mismas.
Las objeciones que se pueden esgrimir contra este tipo de razonamiento son múltiples (y de hecho vamos a esbozar aquí varias). Pero es necesario puntualizar que el propósito de esta nota no es polemizar específicamente con Tovar, pues él en realidad solo ha dado voz en esta ocasión a una forma de concebir la economía muy difundida en nuestro país y en todo el planeta; y que consiste en ignorar la relación que existe entre el trabajo y la creación de riqueza. O, lo que es lo mismo, en imaginar que la riqueza es un ‘stock’ fijo e inmutable que tiene que ser repartido por alguien de una manera ‘justa’. El trabajo, dentro de esa concepción, sencillamente le daría a cada quien un derecho moral a acceder a esa repartición, pero no guardaría relación con la porción de esa riqueza que le debería corresponder, pues nada de lo que haga podría incrementarla.
En el fondo, es el mismo razonamiento que estuvo detrás de una de las condiciones dictadas hace tres años por el presidente Ollanta Humala para que el proyecto Conga fuese viable. A saber, que la mina contratase a 4 mil trabajadores más de los que necesitaba para funcionar. Total, si el trabajo que estos debían realizar nada tenía que ver con la riqueza que la empresa tendría al final del día para destinar a los salarios, ¿por qué hacer depender sus contrataciones de un criterio tan enojoso?
En algunos países de Europa, por otra parte, esta filosofía gana adeptos rápidamente. En Grecia, la opción política encarnada por Alexis Tsipras, una especie de concentrado de todos los pruritos intervencionistas del último siglo llamado Syriza, se perfila como la probable ganadora de las elecciones de este año. Y en España, la organización denominada Podemos, que lidera ese Chávez de pronunciación castiza que es Pablo Iglesias, amenaza con sumar en la próxima consulta electoral al menos los votos suficientes como para imponerle algunas condiciones a quien resulte triunfador en ella.
Las coincidencias entre estos dos movimientos son abundantes, pero pueden resumirse en la convicción de que los graves problemas económicos que enfrentan los países que pretenden gobernar no obedecen a su baja productividad, sino a la acción perversa del mercado o la distribución injusta de los ingresos (esto es, otra vez, de la riqueza). Así las cosas, no es de extrañar que la solución que ofrezcan a sus potenciales gobernados pase por el incremento de las dimensiones de un Estado que se encargue de partir y repartir el ‘stock’ fijo del que antes hablábamos y de garantizar el acceso para todos a una serie de beneficios y ‘derechos’ subsidiados por el erario nacional.
El detalle incómodo que el discurso proselitista de esas organizaciones omite, no obstante, es que, en las condiciones actuales, ese subsidio podrá existir por un tiempo corto –mientras se consumen los saldos del ‘perro muerto’ a los acreedores internacionales–, pero pronto chocará con la realidad aquella de que las correas salen del cuero, y entonces el colapso será terminal.
No es distinto, en esencia, pretender que los trabajadores asalariados del país o el mundo empiecen de pronto a trabajar la mitad y sin embargo continúen ganando lo mismo. Porque la riqueza, así les pese a los intervencionistas de todas las épocas, es un acervo variable; y su incremento depende de la productividad de los llamados a generarla.