A tres meses y medio de las elecciones, ninguna agrupación política ha presentado oficialmente su plan de gobierno. Hemos escuchado propuestas sobre problemas puntuales, pero ningún candidato ha publicado un documento que contenga un diagnóstico de la situación del país y, a partir de este, un ofrecimiento detallado e integrado de acciones de gobierno.
Parece que nos hemos habituado a la informalidad de las postulaciones. Se lanza un candidato, luego nombres para su plancha presidencial y se pretende en el camino armar un equipo que acompañe a estas personalidades.
Las alianzas de última hora están solo encaminadas a pasar la valla electoral. ¿Las ideas? ¿Los programas? ¿Las coincidencias en el diagnóstico? Todo eso queda en segundo plano y pospuesto.
Las agrupaciones más serias –aquellas que por lo menos presentaron equipos de plan de gobierno– no han publicado, sin embargo, el fruto de su trabajo. Se han apresurado, en general, a presentar a los miembros de sus equipos.
La improvisación es tal que, Hernando Guerra García, por ejemplo, ha pasado de ser precandidato del Partido Humanista a postular por Solidaridad Nacional en menos de una semana. Como si ese tiempo fuera suficiente para estudiar, afinar y concordar ideas en torno a uno u otro plan. Por supuesto, en esta forma de hacer política, lo más conveniente es carecer de planes.
Se entiende que los estrategas recomienden a sus candidatos hablar al electorado de cosas concretas. No está mal que lo hagan, pero sí que solo hagan eso. Si sus ideas no se integran, el gobierno carecerá de coherencia y los resultados de la gestión pública serán desastrosos.
Hasta ahora, la difusión de promesas no ha faltado. Alan García habla de lo posible que es crecer más del 6% anual y reducir la pobreza por debajo del 10%. Alejandro Toledo exige una reforma radical de la administración de justicia y ofrece Internet gratis en sus primeros seis meses de gobierno. El candidato de Alianza para el Progreso, César Acuña, promete un tren bala de Tumbes a Tacna e invertir S/.25.000 millones en seguridad ciudadana.
Al mismo tiempo, Keiko Fujimori asegura que acabará con el terror, pues sabe “cómo hacerlo” e impulsará un shock de inversión pública, pese a afirmar que desconoce los costos de esta medida. Por su parte, Pedro Pablo Kuczynski (PPK) afirma que todos los centros urbanos deben tener agua y alcantarillado en los próximos años y que la pobreza extrema sería eliminada para el 2021.
Ninguno de los candidatos, por supuesto, describe cómo lograr las metas prometidas.
En este esquema de promesas sin sustento, el sueldo mínimo se ha sometido también a subasta. Primero PPK ofreció elevarlo a S/.850; luego Acuña habló de S/.900, para ser superado por Toledo, quien lo fijaría en S/.950. Finalmente, Verónika Mendoza, del Frente Amplio, se ha sumado a la carrera con S/.1.000. Nadie remite algún estudio sobre el impacto económico de su propuesta.
¿Qué relación encuentran estos candidatos entre el sueldo mínimo y los costos laborales? ¿O entre el nivel del sueldo mínimo y el nivel de formalidad del empleo o la productividad?
Cualquier medida que se adopte en el ámbito político tiene consecuencias económicas. Los candidatos no nos hablan de eso, pero son las consecuencias justamente las que solemos sufrir los ciudadanos tras la fiebre electoral.
Si algo diferencia la responsabilidad de la irresponsabilidad es la preparación. Esta –decía el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski– siempre nos hace ganar. Lamentablemente, hasta el momento, no hay ninguna agrupación o candidato que proponga un plan de acción, preparado con tiempo, para enfrentar los desafíos para el próximo quinquenio.
Nadie que acceda al poder sin un programa integral y coherente resolverá los graves problemas de la sociedad peruana. El país no debe vivir durante cinco años solo de buenos deseos.