El último Reporte Global de Competitividad del Foro Económico Mundial no trajo buenas noticias: el Perú cayó cuatro posiciones. Y una de las razones que explican el rezago peruano, que aparece como uno de los principales factores que dificultan hacer negocios en nuestro país, es la regulación laboral.
Es un hecho harto conocido que nuestro actual régimen laboral general vuelve al Perú uno de los países en los que la formalidad tiene un precio sumamente elevado: los costos no salariales del trabajo ascienden a alrededor de 64% del sueldo y a esto se suma que existe muy poca flexibilidad para despedir trabajadores. Como si ello fuese poco, las empresas tienen que enfrentar las gravosas regulaciones de seguridad y salud en el trabajo, que imponen obligaciones innecesarias y sumamente costosas (según la Sociedad Nacional de Industrias, por ejemplo, para cumplir con estas últimas exigencias una pequeña empresa de diez trabajadores debe destinar anualmente S/.31.000). Y, encima de todo eso, los negocios enfrentan la fiscalización de la Sunafil, una entidad que puede poner multas elevadísimas si encuentra que los privados incumplen cualquier detalle de esta costosísima y a menudo ambigua regulación laboral.
Si se tiene todo esto en consideración, no debe sorprendernos que –según el Banco Mundial– el 65% de nuestras empresas sean informales y que –de acuerdo con la OIT– alrededor de siete de cada diez trabajadores peruanos estén contratados en la informalidad, en la que no gozan de ningún derecho legal. Así, lo único que logran las ‘protecciones’ laborales es desproteger a los trabajadores, pues les impiden acceder a un empleo dentro del mercado formal. Se trata nada más que de protecciones mentirosas.
El Estado, de hecho, se ha dado cuenta de esto, pues ha creado un régimen especial para las microempresas y pequeñas empresas en el que no existen todas estas onerosas obligaciones laborales, pero absurdamente insiste en mantener el régimen ‘general’ para el resto de empresas. Lo irónico es que lo general se ha vuelto la excepción, pues existen más empresas dentro del régimen especial que dentro del otro.
Si el Estado ya acepta que existan empresas sujetas a menos obligaciones laborales, ¿por qué no dar un paso en dirección a la mayor competitividad y formalidad y volver a dicho régimen especial la norma para todo el mundo? Más aun cuando la existencia de dos sistemas se convierte en un obstáculo para que las microempresas y pequeñas empresas crezcan: como al aumentar de tamaño tienen que empezar a asumir las costosísimas regulaciones laborales del régimen general, muchas empresas no pueden seguir creciendo o deciden hacerlo en la informalidad.
Lo cierto es que mientras menos cargas laborales se impongan a los negocios, en mejor situación se encontrarán los trabajadores. Y es que la verdadera protección que pueden tener estos últimos es la existencia de un mercado lo suficientemente fuerte y competitivo como para absorber a todos quienes quieran trabajar y en el que las empresas tengan que competir por los empleados ofreciéndoles los mejores sueldos y condiciones posibles.
De hecho, del 2005 al 2012 el número de peruanos con empleo adecuado se duplicó en el Perú no gracias a que alguna ley laboral así lo dispuso, sino como consecuencia natural del impresionante crecimiento económico que experimentó nuestro país. Y esto último también es lo que explica que del 2004 al 2012 los ingresos de los trabajadores sin educación o que cuentan solo con educación primaria se elevasen en 60% en Lima Metropolitana y que, en el mismo período, el salario promedio del Perú rural se duplicase.
El Estado puede insistir con el actual mentiroso proteccionismo laboral, que promete ayudar a todos los trabajadores, pero que en la práctica solo favorece a una minoría privilegiada, o puede apostar por una reforma que reduzca los sobrecostos y que abra las puertas a la mayoría de peruanos a empleos formales y de calidad. ¿Alguien se animará a emprender esta lucha contra el populismo?