Decía el ilustre escritor argentino Jorge Luis Borges que ‘la masa’ y la ‘minoría selecta’ son “abstracciones caras al demagogo”. Esto es, simplificaciones conceptuales que sirven frecuentemente al político que tiene como prioridad absoluta agradar a su auditorio para obtener su respaldo, aunque ello suponga ignorar o distorsionar la realidad.
Es fácil segmentar cualquier grupo humano medianamente numeroso en dos –los muchos postergados y los pocos privilegiados–, y luego decir que se actúa o se piensa actuar en nombre de los primeros para acabar con las injustas ventajas de los segundos. Una arenga de combate que, al apelar esencialmente a las fibras emotivas de los votantes, puede ocultar la falta de objetivos claros en la tarea de gobierno que se busca asumir.
Los nombres concedidos a lo largo de la historia a cada uno de los pretendidos bandos en conflicto han ido variando –la plebe y la nobleza, el proletariado y la burguesía, los pobres y los ricos–, pero la dinámica es la misma. Y aunque a veces se omita la mención expresa del segundo de ellos, su existencia está implícita en la sola enunciación del primero, como viene ocurriendo ya en el proceso electoral que tenemos en marcha.
Varios de los candidatos presidenciales o vicepresidenciales en carrera han reclamado, en efecto, una supuesta alianza con ‘el pueblo’ –otro de los alias de ‘la masa’ o ‘las mayorías’– como el sustento fundamental del proyecto político que encabezan y la definición de la trinchera que ocupan en una batalla contra alguna imprecisa forma de plutocracia.
Al lanzar su Alianza Popular, Alan García y Lourdes Flores, por ejemplo, han recitado la fórmula en cuestión. Y mientras el líder aprista la definió como un pacto “con los asentamientos humanos que requieren titulación, con las pymes para su formalización, con la juventud para su profesionalización y con las comunidades campesinas”, la representante del PPC señaló que la referida entente es una alianza “con el pueblo [...] para defender lo que el pueblo ha logrado”.
Pedro Pablo Kuczynski, por su parte, al responder a las preguntas de la prensa sobre por qué su partido no ha llegado a un acuerdo con ninguna otra organización política para las elecciones de abril, sentenció: “La única alianza que tendremos será con el pueblo, que quiere trabajo y progreso”.
Las indudables resonancias épicas de tales frases, sin embargo, no sirven para superar el problema central que entrañan. A saber, que ‘el pueblo’ es, como razonaba Borges, una abstracción, una forma retórica –y, en ese sentido, engañosa– de aludir a lo que en realidad es un conjunto de individuos con ideas y preferencias distintas, con los que es imposible ‘aliarse’ colectivamente.
¿Es que acaso los habitantes de asentamientos humanos o los integrantes de comunidades campesinas que no respalden la candidatura de Alianza Popular no serán parte del pueblo? ¿Dejarán de serlo quizá los peruanos que quieran trabajo y progreso pero no apoyen al postulante de Peruanos por el Kambio? Evidentemente, no.
El ‘pueblo’ del que hablan los políticos en campaña es, pues, una entidad fantasmal que podemos ser todos o podría no ser nadie. Una licencia oratoria, en suma, a la que sería inútil pedirles que renuncien, pero no que llenen de sentido. Porque las soflamas guerreras –como aquellas que trazan límites entre ‘partidos del pueblo’ y ‘candidatos de los ricos’– suelen ser fuegos de artificio para obtener el poder sin asumir compromiso alguno y luego ejercerlo antojadizamente. O para esconder la ausencia de ideas y propuestas definidas, cuando tendrían que ser más bien estas las que animen a cada votante –con prescindencia de su pertenencia a un segmento socioeconómico, etario o de cualquier tipo– a sellar en el ánfora una alianza individual con el partido y el postulante de su preferencia, y formar así mayorías y minorías con deberes y derechos.
De eso se trata finalmente la democracia y no de cantar bandos antes de una pelea para reclutar incautos.