Todo es perfectible, y eso incluye a los sistemas democráticos. Por eso, casi todas las constituciones y cuerpos legales tienen mecanismos que permiten su propia modificación dentro de las reglas que los definen. Cuando estos mecanismos funcionan, la democracia sale fortalecida al ser capaz de adaptarse –de manera ordenada e institucional– a situaciones no previstas por los anteriores legisladores y de corregir los vacíos legales que puedan haberse hecho evidentes en los últimos años. Cuando no funcionan, nos encontramos con el espectáculo que dio el Congreso peruano esta semana.
El pasado martes, la Comisión de Constitución, presidida por el nacionalista Fredy Otárola, suspendió la discusión sobre el proyecto de ley que plantea eliminar el voto preferencial y reemplazarlo por la lista cerrada. A pesar de que la mayoría de líderes de partidos políticos se ha manifestado a favor de la eliminación –incluyendo al presidente Ollanta Humala, Keiko Fujimori, Alan García, Pedro Pablo Kuczynski y Alejandro Toledo–, parlamentarios de distintas bancadas contravinieron la posición institucional de sus agrupaciones para votar a favor de preservar el sistema actual. Para justificar su voto, algunos, como el congresista aprista Mauricio Mulder, ensayaron una curiosa distinción entre la teoría y la práctica en los recintos parlamentarios al manifestar que su partido solo está “conceptualmente” en contra del voto preferencial.
No son solo los líderes partidarios quienes reclaman la eliminación. Después de todo, ellos resultarían directamente beneficiados con una reforma que les permita mayor margen para escoger a los candidatos al Congreso con posibilidades reales de tentar una curul. Existe consenso entre organismos públicos electorales –Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE)– y entidades no gubernamentales –como Transparencia– en que esta reforma era urgente.
Como hemos mencionado en anteriores editoriales, el voto preferencial transforma la elección al Congreso en una victoria personal para el parlamentario, en vez de una reafirmación de las ideas del partido que representa. Ello, inevitablemente, termina en la erosión y dispersión de las bancadas que hoy vemos en el Congreso. Asimismo, la elección por nombre y apellido estimula la competencia fratricida entre representantes de la misma agrupación política, el festival de carteles y promesas vacías de cada campaña, y la selección de figuras conocidas como candidatos antes que de políticos de carrera.
Pero los pecados no son solo de omisión, sino también de acción. Tan solo dos días después, el jueves, el pleno del Congreso aprobó un sistema de financiamiento público a los partidos que engrosa sus arcas pero que no facilita la transparencia de sus finanzas, uno de los objetivos principales de estas transferencias. La reforma aprobada incluye además el aumento del tope de los aportes privados de 60 unidades impositivas tributarias (UIT) a 200, haciendo aun más peligroso el ingreso de dinero de origen ilícito a la política. Es decir, los parlamentarios decidieron aumentar los ingresos partidarios de fuentes públicas y privadas sin sincerar sus cuentas. Todo un despliegue de actuación interesada y autocomplaciente.
A estas alturas del año, es casi imposible que cualquier reforma electoral adicional sea aplicable a las elecciones del 2016. Las reglas están dadas. Las jornadas parlamentarias de esta semana han hecho patente lo difícil que es para nuestra débil democracia contar con representantes dispuestos a renovar el sistema, dentro de sus propios términos, por encima de sus intereses personales y partidarios.
Pero la democracia, como decíamos al inicio, ofrece siempre la posibilidad de enmienda. Estos resultados colocan ahora una carga de responsabilidad significativa sobre los votantes, quienes deberán elegir adecuadamente a sus representantes en un sistema aún cargado de asimetrías y vicios. Lo que se pone en juego no es poco; el poder de los votos emitidos en abril próximo –incluso en un proceso con reglas deficientes– opacará cualquier votación del hemiciclo, por desafortunada que fuese. Así, en estas circunstancias, nos toca nada menos que ser la respuesta a la pregunta retórica sobre quién reforma a los reformadores.