Cuando las calificadoras de riesgo funcionan bien, obtener una calificación dentro del rango “A” para un país es el equivalente para una persona a ser reconocida como alguien serio, que se maneja responsablemente y en quien se puede confiar. Alguien, consiguientemente, con quien uno puede hacer negocios con un bajo riesgo de comportamientos imprudentes, impredecibles o estafadores de su parte. Lo que, desde luego, significa una buena noticia para esa persona o país: las personas están dispuestas a contratar por precios menores con los interlocutores que son considerados serios. De esta forma, por ejemplo, un país con grado de inversión puede financiarse a tasas de interés menores que un país que no lo tiene.
Considerando esto, el que Moody’s, una importante agencia internacional evaluadora de riesgo, haya decidido subir la calificación del Perú en dos escalones (de la Baa2 a la A3) de un golpe, tendría que ser una muy buena noticia. Y, sin duda, hay una medida en que indiscutiblemente lo es. Por un lado, porque ya trajo consecuencias positivas en la imagen del país frente a los inversores, haciendo, por ejemplo, subir los valores de las empresas peruanas que cotizan en bolsa. Y por el otro lado, porque varias de las fortalezas apuntadas por Moody’s para su decisión son reales. Es real que la economía peruana, conforme ha ido creciendo, se ha ido diversificando lo suficiente – y de una manera natural– como para que “la salud fiscal” del país se haya mantenido pese a la caída de los precios de sus exportaciones mineras. Y es también verdad que con su reciente paquete –básicamente desobstaculizador–, el gobierno ha dado señales de entender que sin inversión y emprendimientos no hay producción, empleo ni crecimiento.
No obstante lo anterior, al día siguiente del informe de Moody’s, una de sus principales competidoras salió – como quien da muestra de las bondades sociales de la libre competencia– a señalar por implicación algunos de los puntos débiles de la calificación de su rival. “Las instituciones son todavía muy débiles en el Perú”, dijo Standard & Poor’s, poniendo el dedo sobre uno de nuestros principales problemas. Y, en efecto, somos un país cuyo Poder Judicial es permanentemente clasificado por la población como una de las instituciones más corruptas e ineficientes del país (un Poder Judicial que, de hecho, nos hace ocupar el puesto 115 de 185 países en la categoría “facilidad para hacer cumplir los contratos” del ránking Doing Business del Banco Mundial). Un país sin verdaderos partidos políticos, en el que para las próximas elecciones regionales y locales van inscritos más de 300 movimientos, profundizando un problema ya estructural que hace que nadie tenga mayor oportunidad de saber por quién vota y que ha logrado que a la fecha 3 presidentes regionales estén detenidos y un cuarto fugado (con todo apuntando a que pronto seguirán a estos varios más). Un país con un problema de seguridad desbocado, una de cuyas principales causas parece ser justamente el estado de las instituciones encargadas de controlarlo (no es coincidencia que todas las mafias regionales descubiertas tuvieran policías, jueces y fiscales en sus planillas). Un país donde las protestas violentas pueden estallar sobre la base de casi cualquier mentira y servir para convertir automáticamente en nulos todos los procesos y todas las garantías legales. Un país que a la fecha no puede terminar de encaminar una reforma educativa que permita salir a su educación pública del último puesto en todas las categorías educativas evaluadas por la prueba internacional de Pisa. Y etcétera.
Por otra parte, Moody’s también parece estar sobreestimando el peso del paquete. Como hemos dicho antes, este va en la dirección correcta, pero no en suficiente profundidad. Por solo citar un ejemplo clave, tenemos uno de los regímenes laborales más rígidos de nuestra región –con un empleo informal que alcanza el 68,6% de la fuerza laboral, según la OIT– y eso no cambiará luego del paquete. Tampoco es muy probable que este alcance para adelantarnos demasiado desde el puesto 128 (de 144 países) en la categoría “peso de la regulaciones burocráticas” del Índice Global de Competitividad.
No se trata, desde luego, de hacer de aguafiestas. Pero sí de no sobreestimar lo que hemos logrado cuando todavía hay por delante tanto camino por andar. Después de todo, hay veces en que postergar un poco la fiesta puede servir para dotar de bases más reales a la celebración y, por lo tanto, de un día siguiente que no arruine lo bailado.