Todos los hurtos son faltas graves, pero pocos causan tanta indignación como aquellos que se perpetran a costa de recursos destinados al alivio de la pobreza de las poblaciones más vulnerables. Por eso, la revelación de “Cuarto poder” sobre los desfalcos en el manejo de dinero de algunos programas sociales causa tanto revuelo.
Según el programa dominical, el Ministerio Público y la Procuraduría Anticorrupción investigan el robo de más de un millón de soles que debió destinarse a los beneficiarios de Juntos y Pensión 65. Este monto habría sido captado por gestores de dichos programas en la región Cajamarca y empleados del Banco de la Nación.
A través de métodos como retiros ficticios –en el que se usaba información de beneficiarios que no estaban en condiciones de cobrar el dinero– y la impresión de recibos con información incompleta, los delincuentes perjudicaron a varios cientos de personas en condiciones de pobreza. Según la fiscalía, la mayor parte de los presuntos responsables se encuentra desaparecida. En tanto, la Defensoría del Pueblo recomendó a la Fiscalía Superior de Cajamarca tipificar el presunto robo de dinero como delito de peculado doloso en su modalidad agravada.
Si bien la noticia es relativamente nueva, resulta poco sorprendente. El fiscal superior de Cajamarca, Alfredo Rebaza, señaló que el desfalco de Juntos en la región fue posible debido a la ausencia de controles internos y externos respecto al pago de los beneficiarios. Y es que el crecimiento del Estado en los últimos años –en aspectos que van desde la creación y profundización de programas sociales hasta mayor burocracia– ha sido vertiginoso, pero no ha servido para fortalecer los controles institucionales. Aun tomando en cuenta los efectos de la inflación, en los últimos diez años el presupuesto de la República ha crecido a más del doble, y, sin embargo, los mecanismos de control y fiscalización no se han potenciado a un ritmo equivalente.
Por supuesto que la historia aquí contada no aplica solamente a los gastos del Gobierno Central. Gracias a las transferencias provenientes del canon, varios gobiernos regionales y municipales han visto a su presupuesto multiplicarse varias veces. En algunos lugares, ello ha servido para mejorar la provisión de servicios que ofrece el Estado, pero en muchos otros los altos ingresos públicos –que no cuentan candados adecuados– han sido un incentivo para la corrupción.
Como mencionamos en estas páginas hace poco, las regiones que han experimentado incrementos significativos en su presupuesto público sin, a la par, mejorar sus instituciones han sido presa fácil de mafias organizadas que confunden los recursos públicos para la provisión de servicios con un botín. La historia se repite de manera clara en Áncash, Cajamarca y, recientemente, Apurímac, donde los ingresos a partir del enorme proyecto minero Las Bambas ya han empezado a fluir y las mafias organizadas han empezado a operar.
La experiencia demuestra que resulta difícil atajar los actos de corrupción en un Estado cada vez más grande, pero llanamente imposible cuando las instituciones responsables de la fiscalización y el control son débiles. No solo es falta de presupuesto y regulaciones ineficientes lo que impide frenar la corrupción, sino también que algunos representantes de las mismas instituciones responsables de la tarea se ven envueltos en las organizaciones delictivas. Ahí está, por ejemplo, la destitución del ex fiscal de la Nación Carlos Ramos Heredia por sus vínculos con el Caso ‘La Centralita’ para probarlo.
Si el gobierno, entonces, desea mantener su política de expansión de programas sociales, no basta simplemente con asignar más recursos. Otorgar gruesas partidas presupuestales a instituciones que no cuentan con los controles necesarios para evitar el desfalco no solo es un gran acto de irresponsabilidad con el dinero de los contribuyentes, sino también un agravio contra el sector de la población más pobre que cuenta con esos recursos.