Editorial: Rosa de abril
Editorial: Rosa de abril

El 5 de abril de 1992 es un día que jamás termina de pasar para los fujimoristas. El golpe de Estado perpetrado en esa fecha por el entonces presidente, Alberto Fujimori, con la complicidad de los mandos militares, constituye un acontecimiento de su historia frente al que nunca consiguen emitir un juicio que convenza, a quienes no se ubican dentro de sus filas, de que ya no despierta en ellos añoranzas o por lo menos un ánimo indulgente.

En la medida en que fue el punto de partida para todos los atropellos y la corrupción que caracterizaron los siguientes ocho años en el poder del hoy recluido ex mandatario, sus herederos políticos trataron en un principio de tomar tibia distancia de esa ruptura del orden democrático, calificándola de un hecho ‘único’ e ‘irrepetible’ y etiquetando los múltiples crímenes que se cometieron a su sombra eufemísticamente de ‘errores’.

Pero como en las elecciones del 2011 aquello demostró ser una contrición insuficiente a ojos de la mayoría de los votantes –que en la segunda vuelta le dio la victoria al actual presidente frente a Keiko Fujimori, a pesar de los considerables temores que aquel suscitaba–, en el proceso del 2016 decidieron ser más cautos. 

“Mi pensamiento ha evolucionado”, dijo esta vez con respecto al golpe la candidata fujimorista, y puntualizó que, a diferencia de su padre, ella “de ninguna manera hubiera cerrado el Congreso”. Igualmente cuidadosas fueron las expresiones de su candidato vicepresidencial, José Chlimper, y las de otros de los voceros de Fuerza Popular. Lo que les trajo muy buenos resultados en la primera vuelta.

Como se sabe, sin embargo, la posterior reaparición de algunas conductas evocadoras de lo que fue el fujimorismo de los noventa reactivó viejas sospechas y aparentemente fue, una vez más, la causa de su derrota en el balotaje. La sensación de que bajo el discurso de respeto a la democracia existían en algunos fujimoristas todavía reflejos autoritarios, además de ciertas alianzas y prácticas también evocadoras del pasado,  se hizo común en importantes sectores de la población, lo que generó indignación en los predios de Fuerza Popular.

Y sin embargo, como para darles argumentos a los que conservan esa suspicacia, esta semana la anunciada candidata de la bancada de ese partido a la vicepresidencia del próximo Congreso, Rosa María Bartra, ha declarado que el golpe del 5 de abril “en la forma y en el fondo era necesario” y que “hablar de democracia y respeto a las instituciones es muy fácil a la distancia [temporal]”, pero que en ese entonces había que tomar decisiones urgentes “porque nuestro país se desangraba”. Frases que, aunque pronunciadas a título personal, por provenir de quien está ad portas de asumir un cargo tan relevante en el Legislativo, arrojan una luz inquietante sobre todo el proyecto político que la sostiene. 

Es insólito, en efecto, que la futura vicepresidenta del Congreso considere que alguna vez fue ‘necesario’ disolverlo, y que la urgencia por tomar ciertas decisiones podría justificar una ruptura del orden constitucional. Medidas urgentes, después de todo, son el menú cotidiano de todo gobierno.

Pero casi tan turbadoras como las declaraciones de la señora Bartra han sido las de otros parlamentarios fujimoristas, supuestamente destinadas a ejercer un control de daños. El legislador Rolando Reátegui, por ejemplo, ha dicho que “hay que ser cautos en responder preguntas” y su compañero de bancada, Héctor Becerril, que no cree “oportuno seguir hablando de algo que ocurrió hace tantos años”.

De lo que parecería derivarse que, para ambos, el problema radica en lo que se dice y no en lo que se piensa. En sus palabras, en realidad, la conformidad con el autogolpe se da por sobreentendida y lo censurable estaría en hacerla evidente. 

¿Es entonces solo el pensamiento de la ex candidata Keiko Fujimori el que ha evolucionado en esta materia dentro de Fuerza Popular? Si así fuera, ella tendría que hacer algo sobre el particular. Porque si piensa postular nuevamente a la presidencia en el 2021 y el 5 de abril de 1992 sigue pesando como un día que nunca termina en el pedigrí democrático de quienes la rodean, el resultado será probablemente el mismo.