Solo en las últimas cuatro décadas cinco tsunamis han golpeado nuestras costas. Y aunque no podemos predecir con mucha anticipación su magnitud o el momento en el que ocurrirá el siguiente, lo cierto es que resulta muy probable que algún día tengamos que volver a soportar uno de estos terribles desastres.
Afortunadamente ese día no fue anteayer. Y es que la respuesta del Perú frente al riesgo de tsunami que enfrentamos el martes (generado por el terremoto de 8,2 grados en la escala de Richter que sacudió la ciudad chilena de Arica) dejó mucho que desear.
En primer lugar, a pesar de que la Marina de Guerra determinó que existía un riesgo de tsunami que ameritaba la evacuación de las costas que van desde Ica hasta Tacna, esto no sucedió por alguna aparente deficiencia de coordinación entre las autoridades.
El único lugar donde se produjo la evacuación fue en Arequipa, cuyo jefe de la oficina de Defensa Civil dispuso la evacuación de las localidades costeras, mas no por haber recibido una disposición oficial de las autoridades competentes, sino porque se basó en la información proveniente de Chile y decidió tomar acciones preventivas.
Las deficiencias en la respuesta al riesgo de tsunami, sin embargo, no terminaron ahí. Además, quedó clara la ausencia de un mecanismo eficiente y rápido para comunicar a los ciudadanos acerca del potencial desastre.
Por ejemplo, a diferencia de lo que sucede en Chile, nuestras playas no cuentan con sirenas que emitan una alerta ni con altavoces por los que se les dé a los ciudadanos indicaciones sobre cómo y por dónde evacuar. Asimismo, mientras que en el país del sur los pobladores pueden ser alertados de manera inmediata a través de mensajes enviados a sus celulares, en el Perú no existe un sistema similar y las personas dependen exclusivamente de qué tan rápido se difunda la información por las noticias. Y esto supone un peligro enorme, pues si el origen del tsunami es cercano a la costa, la ola puede llegar en cuestión de pocos minutos. En los casos de los tsunamis que afectaron Camaná en el 2001 y Pisco en el 2007, la costa se inundó tan solo 20 minutos después de producido el movimiento sísmico que generó el tsunami. Así, enterarse del peligro de manera inmediata puede representar la diferencia entre la vida y la muerte.
Por otro lado, debería existir un plan logístico de veloz activación para alejar de las playas a las personas utilizando camiones u otro tipo de vehículos y llevarlas hacia estructuras elevadas y seguras, por lo menos para ayudar a los niños, ancianos y personas que tengan problemas de movilidad. En nuestro país, sin embargo, esto no existe ni en la teoría.
Asimismo, la evolución de los hechos del martes demostró que la mayoría de las personas en muchos lugares no ha recibido capacitación acerca de cómo reaccionar ante un suceso de esta naturaleza. Esto, en el pasado, ha sido fatal. El tsunami de Camaná, por ejemplo, cobró las vidas de 23 personas, en parte porque muchos pobladores no supieron cómo actuar cuando vieron que se retiró el mar y optaron por recoger peces en vez de evacuar.
Finalmente, ¿tendrá la policía un plan para mantener el orden y la seguridad si un tsunami hiciera colapsar las principales vías, servicios públicos y sembrara el caos generalizado?
Nuestros sistemas de respuesta ante el riesgo de un tsunami tienen que mejorar con urgencia. El desastre está ahí esperándonos y no nos puede encontrar en la situación en la que estamos ahora, pues podría ser fatal. Imaginemos qué sucedería si nos tocase uno tan grave como el que ocurrió en el sudeste asiático en el 2004, que tuvo más de 250.000 víctimas y que dejó a más de un millón de personas sin viviendas. O, por citar otro caso dramático, recordemos que en el tsunami de 1746 el mar prácticamente engulló al puerto del Callao. Solo sobrevivieron 200 personas de las aproximadamente 5.000 que vivían ahí en esa época. Hoy en día, con la población actual y nuestros deficientes sistemas de preparación y respuesta, ¿cuántas vidas perderíamos si tuviésemos que enfrentar un desastre de una magnitud similar?