La historia del recientemente asesinado jefe de la comunidad de Alto Tamaya-Saweto, Edwin Chota, estuvo marcada por la lucha contra la injusticia y es una muestra trágica del estado de indefensión de nuestras comunidades nativas y de nuestros bosques forestales. Chota murió no solo sin ver la derrota de los delincuentes contra los que luchaba sino también, muy probablemente, a manos de ellos. En efecto, todo apunta a que él, con otros tres nativos asháninkas que lo acompañaban, fue asesinado por la mafia de la tala ilegal mientras se dirigía a una reunión de líderes de las comunidades indígenas para discutir maneras de enfrentar esta plaga. Hace tiempo que el propio Chota venía denunciando los riesgos: siete años atrás, en una entrevista que le hizo para este Diario Javier Ascue (nota que volveremos a publicar pasado mañana en “El Dominical”), el dirigente decía que estaba recibiendo amenazas por parte de los traficantes de madera.
La deforestación de nuestra Amazonía, contra la que tanto luchó Chota, avanza cada año en un promedio de 100.000 hectáreas. A la fecha existen más de 8 millones de hectáreas deforestadas: casi cuatro veces la superficie de Ica. Esto es fácil de explicar cuando se toma en cuenta que a la acción de los madereros ilegales se suma la aun más destructiva de otros invasores: los de la agricultura migratoria responsable de hasta el 80% de nuestra deforestación.
Como primera reacción uno pensaría que para acabar este problema el gobierno tendría que enviar más policías. Sin embargo, este camino parece poco conducente cuando uno toma en cuenta que nuestra Amazonía tiene una extensión de 754.139,84 kilómetros cuadrados (57,9% del territorio nacional). Y, al menos hasta la fecha, nuestras fuerzas del orden no parecen poder asegurar el 42,1% restante del territorio nacional.
Sin excluir la importancia de una presencia efectiva y bien organizada de la policía, la parte principal de la solución para la seguridad de las zonas de nuestra de nuestra Amazonía que pertenecen a las comunidades nativas tiene que venir de sus dueños –las propias comunidades–. Para ello, desde luego, estas necesitan tener recursos. Y en teoría, los tienen: poseen extensos territorios que tienen muchísimos recursos susceptibles de diversos usos económicos y que, además, son todos renovables: las plantas medicinales, las frutas tropicales, las resinas y las ceras, la misma madera, tienen todos mercados importantes, igual que el ecoturismo y el negocio de los bonos de carbono. El problema es que nuestras comunidades tienen hoy muy limitada disposición sobre los recursos de sus territorios porque, para comenzar, los derechos que tienen sobre ellos no suelen constar en títulos ciertos y bien definidos. No en vano una de las principales luchas del propio Chota era la titulación de las tierras de las comunidades.
Un problema adicional es el de las leyes que rigen los sistemas de toma de decisión de las comunidades y que les hacen casi imposible que lleguen a acuerdos sobre sus recursos. Pero si este no fuese el caso, y si el problema de los títulos no existiese, otra podría ser la historia de sus patrimonios y, por lo tanto, de los recursos de los que dispondrían para cuidar sus tierras. Las comunidades, por ejemplo, podrían contratar con terceros con experiencia en cualquiera de los negocios mencionados para la explotación –y el cuidado– sostenible de los recursos de sus territorios que les parezca adecuado. Y cuidado que estamos hablando de una inversión que por naturaleza sería ecológicamente amigable: en todos los ejemplos expuestos del respeto por la ecología depende la continuidad del negocio.
Por lo demás, la parte de nuestra Amazonía que pertenece al Estado debería ser protegida por sus concesionarios. Pero para ello se requieren reglas que incentiven a los concesionarios a comportarse con una mirada de dueño y no de invasor. Concesiones madereras de dos años, por ejemplo, son un sinsentido: ¿para qué querría el concesionario reforestar conforme va talando si a partir del tercer año la zona ya no será su problema? Sus incentivos son iguales a los de los ilegales: simplemente depredando todo lo que puedan.
En suma, si queremos que la Amazonía deje de ser víctima de invasores inescrupulosos, tenemos que hacer que se vuelva la tierra de una serie de comunidades y concesionarios con tantos intereses como recursos para protegerla. En el camino se generaría trabajo formal y buenos ingresos en una de las zonas más pobres del país.