El académico y político canadiense Michael Ignatieff decía que “los populistas ofrecen soluciones falsas a problemas reales”. Y en medio del calentamiento de motores que parece haber puesto en marcha la proximidad de las elecciones, daría la impresión de que algunos de los presumibles candidatos que competirán en ellas estuviesen ensayando esa fórmula.
Hace algunos días, por ejemplo, el ex presidente Alan García lanzó a través de las redes sociales una foto en la que se aprecia el famoso ‘selfie’ de los ministros de este gobierno durante un mensaje del presidente Humala en las puertas de Palacio, y la acompañó con la inscripción “Nosotros ganamos S/.30.000, ¿y ustedes?”. Habría que concluir que el señor García participa del modo de pensar que el comentario expresa.
La fotografía compartida, sin embargo, llama a reflexión sobre dos asuntos preocupantes, en la medida en que se relacionan con alguien que no solo aspira probablemente a la presidencia sino que ya la ejerció.
El primero de ellos es el desconocimiento que revela sobre la lógica económica que existe detrás de la asignación de un salario. La remuneración refleja el valor de mercado otorgado a una determinada prestación; en este caso, el trabajo de un ministro. Y dicho valor, por cierto, no se determina sobre la base de cuánto gana, en promedio, el resto de los peruanos, sino a partir del criterio de cuánto ganan en el país las personas que se encuentran en la misma situación y poseen similares habilidades, así como por su productividad. No obstante, pareciera que para el señor García estos salarios se deben fijar, más bien, con arreglo a consideraciones políticas.
El problema de proceder de esa manera es que se acaba desincentivando a personas o profesionales calificados para ocupar los más altos cargos del Estado. Así, si comparamos con otros países de la región, podemos ver que en Chile un ministro ganaba, al 2014, US$15.940 mensuales, en México US$11.111 y en Brasil US$11.222, mientras que en el Perú, luego del último aumento de febrero del 2014, los miembros del Gabinete han pasado a ganar US$10.638. Por otro lado, al comparar el salario de los ministros con los de cualquier ciudadano común y corriente, el señor García está olvidando que la productividad de las personas puede ser muy disímil, por lo que la comparación resulta engañosa y, en esa medida, demagógica.
Habría que recordar, además, que fue el señor García en su último gobierno quien redujo el sueldo de los ministros a S/.15.000, generando en muchos casos que personas calificadas para ejercer tal o cual cartera descartasen hacerlo. Y en la medida en que el sueldo de los funcionarios más altos –como los ministros– condiciona el de sus subalternos –los viceministros, directores, etc.– el problema se arrastra a los siguientes niveles de la administración pública.
Desde luego puede haber personas con una enorme vocación de servicio patriótico a las que los bajos salarios relativos no desanimen del todo, pero estas siempre serán la minoría, y no necesariamente se encontrarán entre las más calificadas para el puesto que requiere ser llenado.
Lo que el Perú necesita, por el contrario, es una plana ministerial y de altos funcionarios estatales bien pagados y cuyos puestos sean competitivos y atractivos en comparación con los que uno pueda encontrar en el sector privado. Solo así se podrá tener una política eficiente en el largo plazo y mejorar nuestra precaria administración pública.
Por otra parte, el segundo elemento preocupante en la crítica del ex presidente García es el ánimo electoral que parece suscitarla, porque fustigar un salario que es alto por contraste con el que recibe un peruano medio siempre encuentra un eco de simpatía en la población y hace lucir a quien plantea la condena como un justiciero, dispuesto a imponer una moral pública en la que la remuneración por los servicios prestados a la nación sea lo de menos.
No obstante, quien sabe que las propuestas populares no necesariamente son las más adecuadas, que pueden terminar agravando el problema que originalmente buscaban solucionar y actúa en consecuencia puede ser llamado estadista. Quien actúa en sentido contrario, en cambio, ofrece de sí solo un retrato populista.