El programa “Punto final” presentó este domingo una denuncia periodística sobre un plagio en el que estaría involucrada la presidenta Dina Boluarte. Ella, en efecto, aparece como uno de los ocho coautores del libro “El reconocimiento de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario”, cuya revisión con el programa Turnitin (un reconocido software utilizado en el mundo académico para detectar plagios) ha arrojado que el 55% del texto de la obra proviene de fuentes no citadas.
Es sintomático, además, que la actual mandataria incluyera la publicación en su hoja de vida cuando postuló al Reniec en el 2007, pero no en su CV cuando, en el 2021, asumió el cargo de ministra de Desarrollo e Inclusión Social. Y de entre los otros ocho firmantes del texto, por otra parte, dos ya han declarado que no lo han escrito.
El asunto, desde luego, tiene que investigarse, porque lo que está en tela de juicio es la honestidad de quien gobierna hoy el país. Vulnerar la propiedad intelectual de otras personas es tan grave como apropiarse de sus bienes materiales y, sin embargo, tenemos innumerables evidencias de que en nuestra clase política esa práctica abunda. Pensemos nada más en las acusaciones de plagio todavía no aclaradas que enfrentaron el expresidente Pedro Castillo y varios de sus ministros durante el período que medió entre su llegada al poder y el golpe de Estado del 7 de diciembre pasado.
Mientras la ministra de la Mujer, Nancy Tolentino, ha lanzado una invocación a que se investigue el caso, el titular del Interior, Vicente Romero, ha afirmado –faltando a la verdad– que eso ya viene ocurriendo e, increíblemente, la responsable del sector Educación, Magnet Márquez, ha proclamado: “Sobre el particular, la verdad es que no voy a emitir ninguna opinión”.
Ningún silencio, no obstante, es tan inaceptable como el de la propia jefa del Estado, que ha anunciado que no hará comentarios sobre el tema. Y ya se sabe la relación que existe según la sabiduría popular entre callar y otorgar.