El comunicado del Frente Amplio (FA) que forman nuestras agrupaciones de izquierda, del que se exceptuó Fuerza Social, confirma una vez más que el Perú sigue sin tener una izquierda institucional moderna que acepte, no ya el rol clave de la libre empresa en la generación de riqueza (a la manera, digamos, de la mayoría de izquierdas europeas), sino a la democracia como un valor en sí.
De hecho, si algo prueba el comunicado es que tenemos una izquierda –al menos a nivel de su expresión institucional– para la que la democracia y los derechos humanos siguen siendo “formas burguesas” que hay que desmontar y que, en el entretanto, pueden ser o bien instrumentalizadas como caballos de batalla cuando el enemigo ideológico se presta para ello –como en los años del fujimorismo– o bien olvidadas cuando quien las está atropellando es un compañero de recetas. Es decir, nuestra izquierda es culpable precisamente de aquello de lo que, con notable cinismo, acusa a sus oponentes: solo le importa el modelo.
Esto último, por cierto, es algo que tiene en común con sus pares de Venezuela, cuyo ministro de Educación acaba de justificar la demora de su país en combatir la pobreza diciendo: “No sacaremos a la gente de la pobreza para que sean opositores”.
Y así tenemos que en la cara de los asesinatos y las torturas a opositores realizadas recientemente en Venezuela por las fuerzas paramilitares; de todas –de absolutamente todas– las instituciones del Estado intervenidas y tomadas por el chavismo; de un presidente que gobierna por decreto; de los canales de televisión informativos cerrados o comprados y de un gobierno que anuncia que recolecta los nombres de quienes le hacen oposición en las redes sociales; en la cara, en fin, por solo dar un ejemplo más, de los opositores procesados, encarcelados o exiliados a lo largo de ya más de una década; el FA afirma que lo que hay en Venezuela es una “democracia” llena de “conquistas sociales” logradas en 15 años de “gobierno popular”.
Mientras tanto, las marchas de protesta de las últimas semanas, que comenzaron con estudiantes universitarios intentando hacer sentir su oposición ante los abusos del gobierno, serían “una ofensiva golpista de la extrema derecha” venezolana instrumentada “por los intereses imperiales de los Estados Unidos”. Todo ello, en la búsqueda de una “reversión”, no solo de “las conquistas sociales”, sino también “de la independencia nacional” (ni más ni menos).
El comunicado ni siquiera le huye al ridículo frontal cuando dice que lo que se busca con esta “ofensiva” es la “desestabilización económica y política del hermano país”. Como si esta “desestabilización” no se viniese dando –y en niveles agudos– hace rato en Venezuela, donde, entre otras cosas, se tiene la inflación más alta del mundo; la tercera tasa más elevada de homicidios del planeta; una constante escasez de energía y productos básicos (el Gobierno está teniendo que cambiar petróleo por alimentos con Argentina); una infraestructura de servicios colapsada; la corrupción más elevada de la región –lo cual es decir muchísimo–; y un clientelismo rampante –aunque cada vez menos sostenible– que no saca a los pobres de su pobreza, pero sí sirve para mantenerlos en manos del gobierno.
¿Qué habrá motivado una sacada de máscara tan completa? Este comunicado echa por tierra de un golpe todas las posturas más moderadas que al menos muchos de quienes forman las agrupaciones del FA venían procurando mostrar desde que se situaron del lado de la democracia, para volverlos como por un tubo a los años setenta, cuando Cuba era la “democracia real” y la violencia estaba justificada para conseguir las metas de la revolución.
La movida, en fin, ha sido tan poco astuta (la mayoría del electorado peruano ha demostrado varias veces ya tenerle una lúcida fobia al chavismo) que muchos incluso especulan con deudas concretas que el régimen venezolano habría decidido cobrar a estos partidos. Pero tampoco hay que subestimar el poder del fanatismo: “la revolución” es para muchos religión y, así, el comunicado puede ser el gesto desesperado de quienes ven cómo está desmoronándose, sobre sus pies de barro, el último ídolo que les quedaba (aparentemente) en pie: el “socialismo del siglo XXI”.
Sea como fuere, luego de esto, hay algo que no se le podrá negar al FA: ninguno de nuestros partidos nos ha mostrado jamás su verdadera identidad y sus intenciones de una forma tan completa como acaba de hacer él.