A inicios de esta semana, el Poder Judicial envió un oficio al presidente del Congreso, Daniel Salaverry, reiterándole la solicitud que hizo en setiembre para hacer efectiva la sentencia de cinco años y seis meses de prisión que pesa sobre el legislador Edwin Donayre. En agosto, el parlamentario de Alianza para el Progreso (APP) fue condenado por el delito de peculado en el Caso Gasolinazo. A él y 41 personas más se los acusó de apropiarse de combustible del Ejército en el 2006 –año en que el señor Donayre no era congresista–. En octubre pasado, la Comisión de Inmunidad Parlamentaria decidió por mayoría devolver a la Corte Suprema dicha solicitud argumentando que una sentencia en primera instancia no era suficiente para atenderla.
El legislador Donayre tiene, como cualquier ciudadano, el derecho a contestar la sentencia emitida en su contra, y lo ha hecho al entablar un recurso de nulidad contra la misma. Pero, como ha afirmado el Poder Judicial en el oficio, este recurso no impide que se cumpla la sentencia, por lo que debería ponerse a disposición del sistema judicial. Sin embargo, el parlamentario de APP, al igual que sus 129 colegas, goza de un privilegio con el que pocos peruanos cuentan: la inmunidad parlamentaria.
Está claro que no se puede mezquinar de forma absoluta la existencia de esta figura. La inmunidad surge como una herramienta que aporta al equilibrio de poderes, al proteger a los legisladores de cualquier arbitrariedad que pueda emanar del régimen de turno, y se complementa con la inviolabilidad de opinión, que previene que un congresista pueda ser castigado por el sentido de su voto o por la expresión de un punto de vista. En otras palabras, este es un mecanismo que salvaguarda el trabajo de representación que ejerce todo parlamentario.
Sin embargo, la inmunidad, de un tiempo a esta parte, ha perdido su valor como figura para prevenir la persecución política y se está convirtiendo en uno para evadir consecuencias legales. Ello debido a que en más de una ocasión nuestros parlamentarios se han mostrado reacios a levantarles esta salvaguardia a algunos colegas, a pesar de que estos enfrentan procesos y decisiones judiciales por supuestos delitos cometidos antes de ser elegidos como representantes, o, incluso ya en el cargo, fuera de las funciones propias de un congresista –por lo que sería inverosímil pensar que aquello por lo que la justicia los requiere es un castigo político–.
Recordemos, si no, el caso de Richard Acuña, también congresista de APP, contra quien la Corte Suprema ha solicitado que sea procesado sin restricciones por presuntamente haber cometido los delitos de fraude procesal y uso de documentos falsos para apropiarse de un terreno en Trujillo. En junio, sin embargo, la Comisión de Inmunidad Parlamentaria decidió que el pedido no procedía, a pesar de que estos actos habrían sido cometidos en el 2004, cuando Acuña no había sido elegido para el Congreso. De acuerdo con la comisión, justamente la fecha sería motivo para no quitarle esta protección.
Y más recientemente, está el caso del congresista Moisés Mamani de Fuerza Popular (FP), quien ha sido denunciado por tocamientos indebidos a una azafata. El Ministerio Público ha pedido el levantamiento de su inmunidad en aras de formalizar una investigación en su contra, y queda por ver cuándo se programará el debate de la solicitud en la comisión pertinente.
El levantamiento de la inmunidad parlamentaria es únicamente facultad del Congreso; es decir, ninguna otra institución puede obligar a ejecutarlo. Y como tal, parece estar convirtiéndose en un mecanismo cuyo sentido se rige a partir de intereses partidarios y no por la búsqueda de la justicia. El daño que podría resultar de esto no solo alcanza al Poder Judicial: la permanencia en el hemiciclo de legisladores involucrados en actos ilícitos arriesga también la legitimidad de todo el Parlamento (y del sistema democrático en general).
Por el momento, mientras la potestad de levantar la inmunidad descanse en el Congreso, este debe hacer que todos sus miembros justamente reclamados por la justicia estén obligados a encararla. Este Parlamento ya destituyó, por ejemplo, al congresista Benicio Ríos, que tenía una condena firme pendiendo sobre él. Con más acciones como esta, se certificaría que esta figura no es un sistema perverso que garantiza la impunidad.